Para saciar mi sed
Por: Ivonne BARAJAS
No diré que constantemente, sería mentira, pero a veces pienso en la tarde amarilla de Xalapa. La recién llegada atravesaba las calles de la nueva ciudad sin llevar programa; de manera intuitiva giraba a la derecha o a la izquierda y aparecía el milagro de estatuas, callejones, iglesias, lavaderos, ágoras, panaderías, teatros, lagos, parques.
Todo parecía recién fundado, como algo que se erige sólo para ser absorbido por una mirada total que deshace lo visto en un parpadeo y que vuelve a crear la ciudad apenas al abrir los ojos. No puedo explicar Xalapa: me inició y me hirió; me dio todo pero antes exigió que le entregara lo que consideraba mío. Cedí a su embrujo y jugué bajo sus reglas. Perdí; lo necesitaba.
En el cuarto piso, un balcón. Tres hombres flacos fumaban y tomaban cerveza. Hasta la calle llegaban las huellas de su música; la recién llegada se detuvo en la acera de enfrente y observó. Aunque impedía la circulación de otros que venían detrás, sencillamente no podía moverse: había un extraño magnetismo en la escena. Se sentía la potencialidad de la vida en esos tres hombres que desde su balcón veían al horizonte y se encandilaban con el sol; quería subir también: ver lo que ellos veían y vivir su fiesta. La timidez o la prudencia ganó, aunque tuvo uno de sus gritos agudos listo para salir al mundo y llamar la atención de aquellos extraños, siguió su camino con un improvisado giro a la derecha. Y a veces piensa en eso: en ese grito que casi ocurrió, en ese impulso reprimido que la privó o la salvó de algo. ¿Y si…?
Luego conoció a los amigos de la escuela que pronto la convidaron a la pulquería, allí un grupo de gallinas picoteaban los pies de los bebedores; luego la invitaron a La Cueva del Zorro, y otro día a la quema. ¿La quema, qué es eso? Una fiesta arrabalera de graduación; nos entonamos con licores de mala calidad para luego incendiar, en un pequeño fogón, algunos cuadernos; así liquidamos simbólicamente el ciclo del estudiante. Antropología pura, pensé, vamos. En aquella época sonaba Calle 13 y la recién llegada bailó y sudó; luego fue a sonreírle a desconocidos que le hicieron una donación de alcohol y tabacos que compartió con sus amigos. Julio, Daniel y Erika la recibieron con fanfarrias, como si ella también se hubiera graduado esa noche.
En Xalapa se apoderó de la recién llegada una especie de sonambulismo: salía a caminar y de pronto se encontraba trastabillando; cruzando las calles sin fijarse, reaccionado asustada al bocinazo de un volkswagen; pasaba sus huellas por las fachadas que iba recorriendo hasta sentir ardor en la punta de los dedos, compraba un café que era incapaz de tomar y que dejaba abandonado en cualquier acera, se retiraba de las reuniones sin dar aviso porque tenía un incontrolable deseo de gritar. No entendía de dónde venían la ira y la tristeza que la abrumaban. No quería irse, no quería regresar a la ciudad donde sus sentimientos parecían de cartón, la ciudad donde uno sudaba el asco antes de llegar a presentirlo. No quería regresar al espacio seguro que la protegía de emociones tan vitales; quería seguir en la intemperie de Xalapa, mojada de lluvia y niebla, y con el descanso que da uno que otro día de sol.
Yo / Ella. Primera o tercera persona. Un desdoblamiento exquisito. Un transitar por zonas —¿esto también es mío?— de deleite y dolor desconocido.
Regresé…pero como si hubiera vuelto de Itaca.