APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
La corrupción en México, ha sido objeto de innumerables estudios y análisis a lo largo de los años. Pero considero que uno de los mayores desafíos en la lucha contra este mal, es la ambigüedad que rodea su definición y la persistente brecha de poder que influye en cómo se percibe y se aborda en México.
Uno de los principales problemas que enfrentamos al hablar de corrupción es la vaguedad de su significado en la vida pública. ¿Qué entendemos realmente por corrupción? ¿Es simplemente el abuso del poder público para beneficio privado, como lo define Transparencia Internacional, o es algo más complejo y profundamente arraigado en la cultura política mexicana? La ambigüedad en torno a esta definición dificulta la formulación de políticas públicas efectivas para combatirla, especialmente en un país con desigualdades estructurales tan marcadas como el nuestro.
Además de esta vaguedad, la perspectiva elitista que a menudo impregna los estudios sobre corrupción representa un problema adicional. Muchos análisis parten desde la academia, con un lenguaje alejado de la vida cotidiana, lo que excluye a la ciudadanía del debate. La corrupción no es solo un tema académico; es un problema que marca la vida diaria de millones de mexicanos.
Pero lo más grave es que lo que se vendió como la gran solución para desterrar la corrupción —la autodenominada Cuarta Transformación de Morena— ha demostrado que no hemos avanzado en casi nada. Al contrario: bajo el argumento de combatir este mal, se han eliminado contrapesos fundamentales al poder. El partido en el gobierno ha colonizado el Poder Judicial, el Legislativo y el Ejecutivo, construyendo un partido de Estado que decide y controla todo. Y para rematar, en nombre de la supuesta lucha contra la corrupción se han debilitado o desaparecido organismos autónomos de transparencia, los pocos que aún servían para obligar a los políticos a rendir cuentas.
El resultado es demoledor: hoy los escándalos de corrupción de funcionarios y personajes de la 4T se cuentan por decenas. Y cuando no son escándalos de dinero mal habido, surgen señalamientos cada vez más frecuentes de vínculos con el crimen organizado. Todo esto hace evidente que el discurso de la “honestidad valiente” fue más un eslogan de campaña que un compromiso real con México.
Lo cierto es que la corrupción sigue siendo vista por la mayoría como una transacción desigual al margen de la ley. El problema es que esa desigualdad se ha normalizado: lo que algunos consideran corrupto, otros lo ven como una práctica común, casi como una forma de sobrevivir en un sistema que funciona a base de favores, moches o impunidad. Así lo revelan estudios como el de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, que muestran cómo la percepción varía según la posición social o el beneficio que se obtenga de esas prácticas.
Esa tolerancia social a la corrupción, junto con un gobierno que ha manipulado la narrativa para justificar la concentración de poder, genera un escenario aún más riesgoso. Porque si una sociedad que se reconoce como corrupta permite que se desmonte el sistema de contrapesos y vigilancia, lo único que se fortalece es el autoritarismo disfrazado de lucha anticorrupción.
Esta ambigüedad en la definición de corrupción y la brecha de poder que determina cómo se entiende y tolera este fenómeno son retos urgentes para México. Pero hoy, el verdadero problema es que el gobierno que prometió erradicar la corrupción la ha institucionalizado a su conveniencia, cancelando cualquier espacio de fiscalización independiente. Y mientras tanto, los mexicanos seguimos preguntándonos si algún día tendremos un gobierno que realmente no lo sea.