Frases de Oro
Por Jorge Arturo OROZCO SANMIGUEL
Por primera vez en la historia de México, el poder judicial ya no es fruto del dedazo presidencial, sino del voto popular. Este año, juezas, jueces, magistradas y magistrados llegaron a sus cargos a través de las urnas, con la legitimidad de un mandato ciudadano que marca un parteaguas en la vida democrática del país. Se trata de un cambio profundo: un poder que por décadas fue coto de élite; hoy se abre ahora a la mirada y al juicio de la sociedad.
El proceso no es perfecto ni está libre de críticas, pero representa una ruptura histórica. Durante mucho tiempo, la justicia en México dependía de acuerdos en lo alto: los nombramientos eran discrecionales, negociados en la oscuridad del poder presidencial. Hoy, en contraste, quienes ocupan la toga, deberán responder a la voluntad popular. Es un giro que genera resistencias, pero que envía un mensaje contundente: la justicia ya no es patrimonio de unos cuantos, sino responsabilidad compartida con el pueblo.
Y es justamente en medio de esa transición que ocurrió un episodio tan simbólico como lamentable: la salida del viejo poder judicial. Quienes durante años se presentaron como los guardianes de la ley, terminaron humillados, no por la opinión pública, sino por sus propios actos. Al abandonar oficinas y despachos, muchos se llevaron no solo recuerdos personales, sino mobiliario, equipos de cómputo e incluso los focos de los techos. La toga, que debía simbolizar dignidad y justicia, terminó reducida al disfraz de un vulgar saqueo a la vieja escuela política del PRI.
La imagen de su salida se volvió tan potente. No se despidieron con discursos solemnes ni con un gesto de respeto a la toga que vistieron durante años. Se despidieron robando. Y no fue solo material: fue la poca credibilidad que les quedaba. Esta metáfora es brutal. Quienes se afanaban por impartir justicia, se llevaron hasta los focos, como si nunca hubieran entendido que su tarea era encender la ley para el pueblo. La justicia, que debería alumbrar con transparencia, quedó reducida a un botín de envidia.
El contraste con el nuevo poder judicial no podría ser mayor. Los actuales jueces, juezas, magistradas y magistrados llegan con un mandato ciudadano. No arriban a sus cargos por el favor de un presidente, sino por la legitimidad de las urnas. Eso, por sí solo, abre un horizonte distinto.
Claro, no basta con haber sido electos: el verdadero reto será demostrar que la justicia puede transformarse en un servicio público al alcance de todas y todos. El prestigio no se hereda, se construye cada día con resoluciones justas, cercanas y congruentes. La legitimidad de origen deberá traducirse en legitimidad de ejercicio.
Otra diferencia fundamental es la eliminación de los excesos. Se acabaron los sueldos desproporcionados, los viajes de lujo, los seguros médicos pagados por el erario. El poder judicial, que alguna vez funcionó como isla de élite dentro de un país desigual, empieza a experimentar lo que significa rendir cuentas.
Y como cereza de pastel, el relevo judicial también lleva consigo un símbolo mayor. La legitimidad que portan no se hereda; se conquista, y eso se vuelve aún más significativo al recordar que el presidente que impulsó este cambio es un hombre indígena, un rostro que por siglos estuvo marginado de los palacios de poder.
Que sea una persona de raíces indígenas la que presida el poder judicial no es un detalle menor: es el recordatorio de que la justicia no pertenece a las élites, sino a los pueblos. En esas nuevas togas se concentra no sólo la obligación de impartir derecho, sino la esperanza de quienes fueron históricamente ignorados. Hoy la justicia se escribe con acentos diversos, con rostros que no cabían en el viejo retrato de solemnidad blanca y distante.
Esto no es menor. El viejo régimen judicial defendía esos privilegios como si fueran parte de su “independencia”. Hoy, entendemos que lo único que defendían era su burbuja de soberbia. El nuevo poder, al contrario, está obligado a acercarse a la realidad de un país que exige austeridad y transparencia.
La transición deja dos imágenes contrapuestas. Unos se fueron humillados, cargando cajas, dejando tras de sí un hedor de vergüenza. Los otros llegan bajo la lupa ciudadana, observados con escepticismo, pero también con esperanza.
El viejo poder judicial quiso vender la idea de que era el último muro frente al autoritarismo. Lo cierto es que el muro estaba hueco: se sostenía en la impunidad y en la soberbia. En cambio el nuevo no tiene margen de error. Tendrá que probar que es capaz de ser contrapeso real, sin volver a convertirse en guarida de privilegios. Y ello, amigas y amigos lectores, lo dictamina claramente en su protesta: «Y si así no lo hiciere, que la Nación se los demande»