EN LA MUSICA LATINOAMERICANA: GEPE Y JORGE DREXLER

MIGRACIÓN, MEMORIA Y NUEVAS GENEALOGÍAS
Por: Juan Carlos RECINOS 

En las dos canciones presentadas —“Joane” de Gepe y “De amor y de casualidad” de Jorge Drexler— la migración aparece como fuerza estructural de la historia humana, pero lo hace desde dos planos complementarios: la herida social inmediata y la memoria genealógica de largo plazo.

Ambas propuestas artísticas construyen un mapa emocional donde los desplazamientos no solo son territoriales, sino también biográficos y culturales, y por ello revelan la urdimbre profunda de nuestras sociedades: todo migrante, en el presente o en el pasado, transforma la identidad de un país y de una familia.

En la canción de Gepe, la figura de Joane encarna el drama latinoamericano contemporáneo de la movilidad forzada. Desde el primer verso —“Joane vino de la isla a este país / Igualito a una actriz / Sin película ni fin”— se despliega un retrato migrante sin romanticismo, conectado directamente con la precariedad económica y con la violencia simbólica del desarraigo. Joane no llega para cumplir una utopía, sino para sobrevivir: “No se trae nada ni quisiera tener / Más nada que perder / Vivir para comer / Trabajando de siete a veintitrés”. El sujeto migrante aparece como un cuerpo sometido a la explotación laboral y a la invisibilización social, viviendo “en una pieza de tres por tres / viviendo cuatro, cinco, y hasta seis”, lo que evidencia la realidad de hacinamiento que atraviesa buena parte de la diáspora latinoamericana.

Pero Gepe no solo narra: acusa, denuncia e interpela. La canción cuestiona al oyente y lo obliga a abandonar la indiferencia, especialmente a través de la insistencia rítmica del llamado moral —“Oiga usted, qué pensará de esto / No es cosa de hacerse el que no quiere ver”— donde la migración ya no es un fenómeno externo, sino responsabilidad colectiva. El texto critica con fuerza la cultura digital superficial que convierte la solidaridad en adorno: “Sola no se mueve la cosa / Ni posteando algo ahora / Un mensaje compartido que suene bien”. El migrante no necesita gestos simbólicos sino transformación estructural; el canto recuerda que “Ni los bonos ni regalos / Nunca llenarán el vaso” porque el problema no es económico, sino moral y cultural.

Además, es significativo que Joane tenga un hijo en el país receptor: “Joane tuvo un hijo en este país / Que vivirá aquí”. Este niño encarna la formación de nuevas genealogías latinoamericanas, donde el origen ya no se limita al territorio natal. Ese hijo es enlace, frontera, raíz nueva que dialoga con el lugar que lo recibe; es símbolo vivo de la mezcla futura que quebrará la narrativa de la extranjería. Cuando Gepe afirma: “Pensar que alguien que es un extraño / sea una amenaza a mi barrio” está cuestionando una xenofobia heredada que niega la verdad esencial: “Extranjeros somos todos… pero iguales ante todo, somos”. La migración aparece entonces no solo como necesidad económica, sino como condición humana histórica y ontológica. La canción de Drexler desplaza el foco hacia otro horizonte: la genealogía como archivo íntimo de migraciones pasadas. La estructura de “De amor y de casualidad” es un tejido de nombres, territorios y ascendencias que muestran que toda persona es el resultado de múltiples viajes anteriores.

Si en Gepe el hijo de Joane simboliza la nueva genealogía nacida desde el dolor y la resistencia, en Drexler el hijo que habla desde la canción es el resultado de una memoria amorosa, de un cruce voluntario de destinos. La frase que se repite —“Igual que tú, de amor y de casualidad”— resume con exactitud esa concepción de la identidad como azar afectivo. Aquí el territorio no separa, sino que aproxima; no existe el temor al extranjero, sino la fascinación por la mezcla inevitable. Mientras en el relato de Joane la maternidad se vuelve esfuerzo y sacrificio, en Drexler se vuelve celebración del encuentro improbable de dos herencias culturales. Por eso afirma: “Tu madre vino aquí desde Suecia / La mía se crió en Libertad / Tu madre y yo somos una mezcla / Igual que tú”, revelando que cada genealogía es un movimiento migratorio escondido en la sangre.

La historia migratoria que respira en estas dos canciones no surge en un vacío: es eco de los caminos reales que han tejido Chile y Uruguay durante más de un siglo. Comprender esas rutas añade profundidad emocional al diálogo que Gepe y Drexler trazan desde su música. En el caso chileno, Joane camina entre huellas recientes. Chile fue, durante la primera década del siglo XXI, uno de los destinos más importantes para la migración latinoamericana: haitianos, venezolanos, colombianos y dominicanos llegaron buscando empleo, estabilidad y escolaridad para sus hijos. El país experimentó un giro demográfico sin precedentes: nuevas tonalidades de piel, ritmos caribeños en la esquina, templos evangélicos en Creole, barrios que empezaron a escuchar acentos distintos al español chileno. Esa transformación social golpeó al imaginario nacional.

Chile, históricamente un territorio receptor de migraciones europeas —croatas en Punta Arenas, británicos en la minería, italianos en Valparaíso— descubrió que ahora eran sus vecinos latinoamericanos quienes llegaban con urgencia y esperanza. Por eso la historia de Joane no es excepcional: es parte del paisaje humano chileno del siglo XXI. Su pieza de “tres por tres viviendo seis” está escrita sobre una ciudad en mutación, donde el puerto, el metro y el mercado mezclan idiomas, pieles y nostalgias.

Uruguay, por su parte, respira otra memoria migrante. El país que canta Drexler es hijo de barcos que llegaron desde Cádiz, Galicia, Italia, Polonia y Alemania durante el siglo XIX y el comienzo del XX. Montevideo fue puerto de entrada a miles de familias europeas que huían del hambre y de la guerra; allí nació un Uruguay marcado por la inmigración: apellidos italianos en la ópera, panaderías españolas, carnicerías yugoslavas, barrios judíos. A diferencia de Chile, cuya matriz migratoria reciente viene del trópico latinoamericano, la identidad uruguaya se construyó sobre el recuerdo familiar de los abuelos que bajaron del barco con maletas de madera. Drexler es parte de ese linaje: hijo de un padre judío alemán que escapó del nazismo, nieto de una Europa fracturada. Su canción aparece cargada de memoria porque el país mismo es memoria. Uruguay no vive hoy un gran flujo de inmigración reciente; vive de recordar la que lo construyó.

Por eso el cruce entre Gepe y Drexler es tan fascinante: Chile mira la migración en presente, Uruguay la mira en pasado. Joane trabaja hoy, a contrarreloj y con miedo. Los ancestros de Drexler trabajaron hace cien años y ahora están tejidos al nombre de un barrio, a un olor de pan, a una genealogía celebrada. Y sin embargo, cuando se analizan ambas músicas, las distancias se derrumban: lo que Chile vive ahora, Europa y Uruguay ya lo vivieron. Lo que hoy se juzga con desconfianza en Santiago, ya es tradición, apellido e identidad en Montevideo. Chile y Uruguay se miran entonces como dos espejos en tiempos distintos: uno ve el nacimiento doloroso de nuevas mezclas; el otro contempla el fruto dulce de mezclas antiguas. Drexler habla del pasado acumulado: ascendencias que viajan de Cádiz a Berlín, de Estocolmo a Montevideo, de Brasil al sur de Tacuarembó, migraciones ya normalizadas por la memoria. Y en ese contraste aparece la idea fundamental: todas las genealogías actuales —incluso las más celebradas— se edificaron sobre el mismo movimiento que hoy sigue produciendo exclusión.

La canción de Drexler recuerda que la identidad europea y latinoamericana es producto de intercambios continuos: “En este mundo tan separado / no hay que ocultar de dónde se es / pero todos somos de todos lados”. Ese verso desmonta el concepto de pureza identitaria y resignifica el conflicto que atraviesa la canción de Gepe. Porque si todos somos mezcla, si cada biografía lleva dentro una migración anterior, la xenofobia contra Joane se vuelve no solo injusta, sino absurda: negaría también nuestras propias raíces. Mientras Joane enfrenta el prejuicio cotidiano —que alguien “que es un extraño sea una amenaza a mi barrio”— Drexler demuestra que lo extraño también es el origen de lo familiar.

Vistas juntas, ambas canciones delinean un mapa de doble temporalidad. Gepe escribe desde la urgencia contemporánea, desde ese punto donde la migración se vuelve carne, sudor, cansancio y miedo. Drexler lo hace desde la memoria histórica: desde la constatación de que ninguna cultura es uniforme, y que el amor es un tipo esencial de migración. Así, lo que Gepe denuncia como injusticia actual, Drexler lo transforma en afirmación vital del mestizaje que nos constituye. El recorrido emocional va del presente conflictivo al pasado reconciliado: Joane sufre aquello que las genealogías celebradas de Drexler ya superaron con el paso de las generaciones.

Sin embargo, la lectura conjunta revela también un horizonte común: ambas canciones entienden la migración como aquello que define al ser humano, más allá de fronteras, papeles e ideologías. Joane trabaja, llora, cría y resiste; el niño de Drexler nace entre Suiza, Berlín, Cádiz y Montevideo. Ambos hijos —el de Gepe y el de Drexler— son hermanos en la sangre simbólica del mundo: dos niños latinoamericanos marcados por desplazamientos distintos, pero parte del mismo árbol humano. Lo que para Joane es sobrevivencia, para Drexler es memoria; lo que para Joane es desarraigo, para Drexler es pertenencia múltiple.

La unión entre ambas canciones abre un mensaje ético: si entendemos nuestras propias genealogías migratorias —“Yo tengo el pelo sefardí”, “mi padre se escapó de Berlín”, “tu madre vino desde Suecia”— quizás dejemos de ver a Joane como una amenaza y comencemos a verla como espejo. Porque la historia humana es una larga migración que no termina nunca: todos venimos de alguien que vino de otra parte. Si en el presente un país recibe “la pena del adiós” de alguien que llega “sin película ni fin”, en el pasado de ese mismo país hay miles de familias —como la de Drexler— que también llegaron buscando una vida distinta. La migración construye barrios, mezcla religiones, transforma lenguas y vuelve imposible la idea de identidad pura. Por eso, cuando Gepe afirma “extranjeros somos todos”, y Drexler responde desde otro registro que “igual que tú, de amor y de casualidad”, ambos están nombrando lo mismo: nadie pertenece por completo a un solo lugar. El origen es siempre plural. La patria es siempre múltiple.

Estas dos canciones también construyen un retrato de cómo opera la memoria cultural frente a la migración. En “Joane”, el presente está lleno de cuerpos visibles y nombres invisibles: personas reales que recorren calles y sistemas laborales sin protección. Todo en la canción llama a un reconocimiento inmediato. Cuando Gepe insiste en que “no es cosa de hacerse el que no quiere ver”, está señalando que la sociedad ha naturalizado la explotación del inmigrante, que existe un consenso silencioso que legitima el abuso y que se manifiesta incluso en esa frase brutal: “ni los bonos ni regalos nunca llenarán el vaso”. Joane representa la fractura moral del siglo XXI: vivimos rodeados de migrantes y, sin embargo, mantenemos el discurso de la amenaza, del desconocido, del miedo al acento y al color.

En cambio, en Drexler el discurso se sitúa en un tiempo más largo, donde los procesos migratorios se han vuelto tan antiguos y tan íntimos que nadie los percibe ya como desplazamientos, sino como relatos familiares. De ahí la enumeración de territorios y orígenes —“Tu madre tiene sangre holandesa / Yo tengo el pelo sefardí”—, como si el mapa del mundo apareciera inscrito en el ADN de ese niño. La canción es un recordatorio de que ninguna persona es creación aislada: todas las identidades nacen del cruce entre culturas, idiomas, rituales y religiones que viajan a lo largo de generaciones, y que, con el tiempo, dejan de ser visibles porque se normalizan. Ese es el contraste profundo entre ambos textos: lo que hoy parece amenaza o conflicto, mañana será raíz, costumbre y herencia.

Y así, las dos canciones terminan dialogando sobre el lugar de los hijos, porque en ellos se encarna el porvenir de la migración. En Gepe, el hijo que Joane tiene “en este país” será quien dé continuidad a la experiencia migrante desde una nueva ciudadanía: será puente entre la cultura que llega y la que recibe, cuerpo político que llevará en la memoria el relato materno del sacrificio y del desarraigo. En Drexler, por su parte, el hijo es símbolo de unión y mezcla amorosa: “tu madre y yo somos una mezcla / igual que tú”. Ambos niños guardan en su existencia la historia de sus padres; ambos nacen de movimientos territoriales distintos, pero representan la misma verdad: el futuro nunca será monocorde ni homogéneo; estará hecho de múltiples genealogías que se enlazan y se alimentan entre sí.

El punto de convergencia se encuentra precisamente en la ruptura del mito de la identidad nacional pura. Cuando Gepe declara, en un verso contundente, “extranjeros somos todos”, desmonta una narrativa colonial que pretende separar a quienes llegaron antes de quienes llegan ahora. Y Drexler añade otra capa: demuestra que incluso las biografías más cotidianas están atravesadas por siglos de migraciones invisibles. “En este mundo tan separado / no hay que ocultar de dónde se es / pero todos somos de todos lados”, dice, y con ello completa la afirmación de Gepe: si todos venimos de mezclas, si todos somos producto de desplazamientos, entonces toda frontera es una herida artificial sobre un mapa humano que siempre estuvo unido.

Ambas canciones sostienen algo radical: la migración no es excepción, es norma. Es la historia de la humanidad entera, desde los orígenes hasta la actualidad, y es también la historia mínima, íntima, de cada familia. Drexler mira hacia atrás para demostrar que los pueblos europeos, sudamericanos y sefardíes están entrelazados por desplazamientos históricos que, con el tiempo, dieron forma a nuevas culturas. Gepe mira hacia adelante, hacia los cuerpos que hoy cruzan fronteras para sobrevivir, hacia quienes cocinan, limpian, construyen y cuidan en silencio, sin reconocimiento. Donde uno celebra la mezcla genealógica, el otro exige justicia social para quienes siguen construyendo el mundo.

En el fondo, el diálogo entre ambas canciones plantea una reevaluación ética y política de la identidad contemporánea. El miedo al migrante nace del desconocimiento del propio origen. Un país que no reconoce la herencia migrante de su historia será siempre injusto con los migrantes de su presente. Por eso escuchar a Gepe después de escuchar a Drexler produce un efecto revelador: el dolor de Joane no es excepcional; es el comienzo de una genealogía futura que quizás algún día se narre, como la familia de Drexler, “de amor y de casualidad”.

Joane podría ser el origen de una familia musical, médica o científica que transformará un país dentro de tres generaciones. Su hijo podría ser la memoria viva de la isla perdida y, al mismo tiempo, la raíz firme de un nuevo territorio. Lo que hoy vemos como un problema social podría convertirse en un capítulo más del álbum familiar de mañana. La historia demuestra que aquello que al comienzo parece extranjero termina volviéndose constitutivo de la nación misma: así ocurrió con los sefardíes, con los alemanes que huyeron, con los suecos que llegaron, con los brasileños que migraron; así ocurrirá con el hijo de Joane.

Por ello, el mensaje de conjunto es claro: la migración no amenaza la identidad de un país, la construye. Si aceptamos la mezcla y comprendemos nuestra propia genealogía, el extranjero dejará de serlo. Y entonces el verso de Gepe —“qué difícil es cambiarlo, pero hace bien”— se convertirá en puerta abierta: el cambio social será posible cuando la memoria del pasado y la experiencia del presente se unan en una misma conciencia colectiva. Ese día, quizá por fin dejaremos de “hacernos los que no queremos ver”, y reconoceremos que el futuro humano será mezcla, diversidad y pluralidad, igual que esos niños que ambas canciones imaginan y celebran: nacidos del esfuerzo, nacidos del amor, nacidos de la migración.