APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
Vivimos en una época donde la corrupción dejó de ser escándalo para convertirse en paisaje constante de las 4 estaciones.
En América Latina, la descomposición moral se ha vuelto costumbre: gobiernos que prometen limpiar el lodazal y terminan revolcándose en él, presidentes que juran redimir al pueblo y acaban repitiendo las mismas prácticas del régimen que dijeron combatir.
Es una fórmula conocida, gastada, pero eficaz: hablar en nombre de los pobres mientras se llenan los bolsillos propios.
Lo vemos ahora en Argentina, donde cada crisis económica viene acompañada de un nuevo mesías político que promete refundar este país. Ahora, Javier Milei terminó por someterse a los deseos corruptos más bajos de su hermana, quien cobra el 3 por ciento de comisión en todo movimiento del gobierno de su hermano y hasta pide depositos en miles de dólares por agendar una cita presidencial.
En Venezuela ya nada sorprende, donde el discurso supuestamente revolucionario se volvió una máscara para justificar el saqueo y el empobrecimiento de su pueblo, primero con Hugo Chávez y después Nicolás Maduro.
Y en México, donde la bandera moralina del combate a la corrupción terminó siendo una cruzada selectiva. En ella, los amigos, políticos cercanos y familiares al ex presidente Andrés Manuel López Obrador, se purificaban y sentenciaban a sus enemigos públicos, pero apenas un año después de su gobierno, toda la corrupción ha comenzado a brotar por miles de millones de pesos, escándalos un día sí y otro también.
Incluso el propio Estados Unidos con un presidente acusado por decenas de delitos y sentenciado, por si fuera poco señalado por favorecerse con la red de delitos sexuales en el caso Epstein, Trump ha usado todas sus influencias presionando hasta lo posible porque no sea abierto a la opinión pública su cercanía con este caso.
Lo más doloroso no es solo el robo del dinero público, sino el saqueo de los valores que sostenían a nuestras sociedades. Como advertía Ernesto Sábato, lo que antes era motivo de vergüenza hoy se celebra como astucia. El hombre honesto se vuelve ingenuo, y el corrupto, hábil. Se premia al que miente mejor, al que simula con más cinismo. Hemos cambiado el sentido del honor por el del beneficio.
En las noticias, todos los días desfilan los escándalos como si fueran episodios de ‘Black Mirror’ sin final. Un funcionario detenido, un empresario beneficiado, un juez cómplice, políticos que pasan de modestos a millonarios. Y al día siguiente, todo sigue igual. Nadie – con dinero – va preso.
Nadie devuelve lo robado. La impunidad no es una excepción, es el sistema operativo de nuestros países de Hispanoamérica. Nos hemos acostumbrado a vivir en la confusión moral: ya no se distingue al héroe del ladrón, ni al servidor público del delincuente de cuello blanco.
La corrupción se ha vuelto invisible porque la llevamos dentro, porque la toleramos, porque la justificamos con frases como: “todos lo hacen”, “el PRI robó más” “son los conservadores”, “los pinches chairos”, “los chorros”, “es que eres conservador y neoliberal”. Todo se ha convertido en una disputa estéril y sin sentido donde siempre ganan los mismos, los delincuentes con poder.
Y así, poco a poco, hemos ido vaciando de sentido las palabras dignidad, decencia, vergüenza. Pero un país no puede sobrevivir sin esos valores. Sin hombres y mujeres que prefieran perder antes que traicionar, que sepan que la honradez no se mide en discursos, sino en actos.
América Latina no necesita más redentores, mesías y líderes políticos que se auto purifican con discursos inflamados; necesita ciudadanos que vuelvan a creer en el deber, en el trabajo honesto, en la vergüenza como virtud.
Mientras sigamos admirando al corrupto que se enriquece rápido y burlándonos del que vive con lo justo, seguiremos siendo -como escribió Sábato- un continente donde los hombres se deshumanizan lentamente, sin siquiera notarlo.
Y sin embargo, todavía queda una esperanza. Quizá en aquellos que no se resignan. En los que aún se indignan. En los que, pese a todo, creen que un país se reconstruye con la decencia del ejemplo, no con la astucia del ladrón. Al final, lo que salvará a nuestras naciones no será un nuevo gobierno, sino un viejo valor: la vergüenza de ser injustos.