El lugar de las ilusiones rotas

UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR 

La esperanza nunca muere, pero las ilusiones se pierden de a poco, hasta que se extinguen. La ilusión, así como es una fantasía, es también una fuerza invisible que nos impulsa a imaginar lo que no existe y sostenernos en medio de la incertidumbre para creer que todo es posible.

No soy un psicólogo que pueda influir en usted en una orientación saludable de las emociones, pero soy alguien que ha visto desde el enfoque periodístico, desde hace ya algún tiempo, cómo es que nos hemos ido adaptando a las más terribles circunstancias encontrando en la ilusión la palabra que sujetan frágilmente… a las rutinas de la sobrevivencia humana.

La ilusión nos construye, nos da motivos para levantarnos cada mañana y creer que la vida, por más dura que sea, todavía puede ofrecernos belleza. Los optimistas ponderamos lo bueno, lo gracioso, sobre todo aquello que perturbe. Es un mecanismo de defensa, pero no una verdad.

He aprendido que esa misma ilusión que da luz en el camino, también tiene el filo cortante cuando se pone frente a la realidad, lo que queda es una mezcla de vacío, enojo y melancolía.

Quien lo ha sentido, podrá corroborar que el dolor por la desilusión puede ser más fuerte que el de la propia muerte, porque la muerte, entendemos, es un punto final al que tarde o temprano debemos llegar.

En Colima, vivimos entre esas dos caras de la ilusión, la de la esperanza y el aliento… frente a los días de desánimo, desprotección y desasosiego.

Aunque parezca escena idealista de un mundo feliz, crecimos con tranquilidad en las calles, de tardes en las que los niños jugaban sin miedo, de puertas abiertas, de vecindarios donde bastaba con saludar para sentirse a salvo.

Esa era la ilusión compartida, un acuerdo colectivo que sostuvo la identidad de este pequeño paraíso que publicitamos tanto, a tal grado que trajimos con esa presunción, el reto de destruirla.

¿Cómo seguir creyendo en la paz? ¿Cómo mantener viva la esperanza cuando el eco de la violencia, del odio, la ira y la ambición se ha vuelto parte del eco que retumba en todas partes? Es triste admitirlo, pero Colima se ha vuelto un lugar donde hablar de ilusión, parece más una burla.

Estoy seguro de que, como yo, hay muchos que seguimos soñando, que seguimos evocando una versión del estado que tuvimos con paz, cultura, arte y no con incendios de negocios, asesinatos o robos. Pensarlo se siente como como cuando recordamos a un amor perdido, un ser querido que ya no está, negándonos a aceptar que ya no volverá.

Negamos la realidad. ¿No es eso lo que hacemos cada vez que decimos “Colima volverá a ser como antes”? ¿No es, acaso, una forma de amar lo que ya no existe?

La ilusión es necesaria, sí, pero también puede ser cruel; la realidad no se transforma con deseos.

Quizá la ilusión de un Colima en paz sea, hoy, más un acto de nostalgia que de esperanza. Pero aun así, ¿qué sería de nosotros sin ella? ¿Podríamos vivir sin esa pequeña chispa que nos hace creer que el cambio es posible, aunque la razón nos diga lo contrario? Tal vez no. Tal vez la ilusión sea lo único que nos queda para no rendirnos del todo.

Díganme iluso. Díganme ingenuo. Me aferro a confiar en los demás, en que los buenos somos más, que quienes administran los poderes institucionales actuarán con convicción de servicio, con causa, con la única ambición de cumplir con su palabra; tengo la esperanza de que los que no ejercen el gobierno sabrán cerrar filas por una causa común: la paz.

Tengo la ilusión que por el mismo miedo que sentimos, por la tranquilidad de nuestras familias, nuestro patrimonio y nuestro futuro actuemos correctamente, cumpliendo cívicamente con lo que debemos hacer. Al menos, frente a todo lo crudo de la realidad, es lo poco de ilusión que me queda, aún cuando viva en el lugar de las ilusiones rotas.