El Círculo (segunda parte)

Por: Carlos Moisés HERNÁNDEZ SUÁREZ

El impresionante y enigmático auto, la hermosa bota, la espectacularidad de su huida habían sido una demostración de poder exagerada para un niño de doce años que vivía en la miseria en medio de la nada. En ese instante nació su ambición. En ese instante nació la meta de tenerlo todo y no pedir nada.

Cuando la polvareda se asentó, su inocencia ya no existía.

Comenzó la prisa por tener dinero. Pronto tenía otros tres niños, repartiendo obleas en su lugar, asalariados de él. Cuando su madre lo supo acudió asustada con Pedro, su hermano, porque no sabía si lo que hacía el niño era bueno o malo. A Pedro no le gustó la idea de un pequeño explotador en la familia porque creía que todos los problemas venían de la explotación del prójimo, y su sobrino iba por ese camino. Habló con él, lo amenazó, pero como nunca había sido una figura paterna para el niño, las cosas no cambiaron. Entonces Pedro lo castigó encadenándolo de un pie a la pila del patio de su casa y le dijo que el diablo vendría por él para llevárselo esa misma noche. Se pasó la noche en vela, acurrucado. A la medianoche, con horror vio la silueta de una figura que se le acercó silenciosamente y cuando estaba a punto de gritar, la figura le tiró un sarape, y supo que era su madre.

A la mañana siguiente, el niño supo dos cosas: que su tío era un mentiroso y que el diablo no existía.

El resto de su vida fue consecuencia de aquella tarde en que se cruzara con el lujoso auto negro. Los golpes, heridas y las breves y a veces no tan breves temporadas en la cárcel, fueron solamente baches en la larga carretera que había decidido recorrer. Dinero, drogas, balas y lealtad, los cuatro pilares de su vida.

Pero eso fue hace mucho. Ahora, él solo era El Patrón. Ya no tenía que matar. Solamente tenía que ordenarlo, y a veces ni siquiera eso: sus leales odiaban y mataban por él. Ahora se sentía viejo, solo, y solo esperaba la muerte violenta. Él sabía que aquellos como él no morían en una cama, rodeados de sus hijos, de su familia.

La Noria… aquel rancho, aquella banqueta donde todo comenzó. Aquella esquina en la que sus huestes, de saberlo, habrían erigido un monumento a su Patrón, mientras que sus enemigos, sin lugar a duda, la habrían arrasado con todo y el resto del rancho.

¡Cómo le gustaría regresar al pasado y decirle a ese niño que no vale la pena la sangre derramada por la plata obtenida! ¡Cómo le gustaría decirle que era preferible seguir vendiendo obleas con cajeta y dormir en calma, que tener todo el dinero y poder que ahora tiene!

—Ahí está La Noria, Patrón —dijo El Toluco, intrigado, con acento de ¿y ahora qué?

—Métete —dijo secamente El Patrón.

El Toluco está a punto de pedir que le repita la orden, porque no puede creer que el patrón quiera detenerse en ese rancho. Pero lo oyó claramente y amarra la pregunta, sabe que a El Patrón no le gusta repetirse. Sorprendido y curioso, El Toluco disminuye la velocidad para poder dejar la cinta asfáltica.

El Patrón tiene un nudo en la garganta. En cuanto da la orden se da cuenta que se ha vuelto sentimental, que, en su profesión, es más mortal que una bala en el estómago. Lo sabe, porque ha recorrido muchas veces ese camino y es la primera vez que le dan ganas de detenerse.

El Toluco gira el auto 180 grados y se detiene en la hilera de casas a la orilla de la carretera. Ni un alma. Nada más un niño, en la banqueta, con una canasta a los pies. Se estaciona frente a él.

El Patrón abre la puerta, baja su pierna izquierda y posa su bota sobre el abrasador suelo calizo… y entonces se detiene… mira fijamente al niño… no es cualquier niño. Ese niño le recuerda a alguien… hay un aire familiar, la mirada sin esperanza de aquel niño con una canasta de obleas a sus pies, fija en su bota, le recuerda a alguien conocido… permanece unos segundos así, confundido, y entonces, horrorizado, lo reconoce… con un solo movimiento sube el pie al auto y cierra la puerta de un golpe. Grita la orden:

—¡Vámonos!—

Ante el grito, El Toluco piensa que el patrón ha olido una trampa y pisa el acelerador a fondo… en unos segundos ya no se ve nada por el espejo retrovisor, solo una nube de polvo cenizo que se revuelve dentro de sí. En unos segundos más, está ya en la carretera, a toda velocidad, la Beretta 9 milímetros amartillada en la mano, la gota de sudor gruesa en su mejilla, el corazón palpitando fuertemente… instintivamente se agacha, su cara casi tocando el volante, endurece el vientre, esperando el plomo caliente. Entonces El Toluco recuerda que ya le han metido un balazo antes, y que alguien le tuvo que decir, porque él, por la adrenalina que como ahora inundaba su cuerpo, no lo sintió. Entonces se le ocurre que a lo mejor ya lo trae pegado… en ese torbellino de sensaciones, recuerda que tiene patrón.

—¡Patrón!, ¿está bien?

—¡Patrón! —insiste.

—¡Patrón! ¿qué pasó allá atrás?

Su Patrón, el jefe de jefes… llora como un niño aterrorizado, con la cara entre las manos, hundido en el asiento trasero.

Las llantas del lujoso auto negro chirriaban todavía, mientras huía a toda velocidad, en su vertiginoso escape hacia el norte.