El pez sin el agua
Por: Rubén PÉREZ ANGUIANO*
Los dictadores inician con una buena racha y a veces la sostienen con el tiempo, el problema es que cancelan las libertades de los individuos y los equilibrios de las instituciones. Al principio eso suena justificable. Para muchos, incluso para los más notables, ciertos sacrificios deben hacerse en aras de algo más grande, pero se trata de una serpiente que arroja su veneno hacia el futuro.
Los romanos del final de la República decidieron abdicar de sus convicciones frente a la necesidad de la paz, una paz que promovió el “imperator” Octavio (después llamado “Augusto”), sobrino-nieto de Julio César. La libertad se acabó, pero Roma emprendió una época de estabilidad. Aún pueden escucharse los lamentos de los viejos republicanos frente al naciente imperio de los césares. Hubo emperadores muy capaces, claro, que casi lograron que la libertad perdida valiera la pena, pero después llegaron los mediocres, los insensatos y hasta los locos y entonces los romanos se dieron cuenta que el poder absoluto puede llevar a la ruina del mundo.
Algo similar ocurrió en la historia de todos los dictadores, es decir, los que se negaron a renunciar al poder una vez que lo conquistaron. En un inicio parecía valer la pena, pero después las sociedades que los aplaudieron padecieron hasta lo indecible. Tenemos muchos ejemplos a la mano:
- Porfirio Díaz fue un héroe liberal que le dio al país progreso económico y estabilidad política.
- Hitler reivindicó el adolorido orgullo nacional alemán y emprendió la reconquista de la dignidad perdida en la primera gran guerra.
- Daniel Ortega despertó las expectativas de transformación de Nicaragua inspiradas en la imagen de Sandino.
- Fidel Castro y sus barbudos camaradas parecían llevar a la realidad el sueño juvenil de la justicia social.
- Pinochet pareció lograr un milagro económico irrepetible en Chile. Todavía algunos lo defienden.
- Hugo Chávez pareció responder a los afanes populares venezolanos y…
En fin, un largo etcétera.
Todos sabemos lo que pasó después. El camino resulta inevitable. Tarde o temprano el final es el mismo: los que parecían héroes se prolongan en el poder hasta la degeneración de sus antiguos ideales y lo que fue un sueño de transformación se agota en la simple y llana dictadura.
Es el camino que emprendió hace unos días Nayib Bukele, presidente de El Salvador, promoviendo reformas constitucionales para reelegirse ‒quizás‒ de forma indefinida.
Nadie puede negar la forma en que Bukele está haciendo historia: desarticuló a las bandas criminales que tenían asolada a su nación y logró recuperar el poderío del Estado frente al dilema de la inseguridad pública. Hasta allí todo perfecto. El problema es que constituirse en un líder inevitable, sin frenos y contrapesos institucionales, y sobre todo sin un límite temporal preciso, lo llevará al camino de la dictadura.
Álvaro Vargas Llosa, hijo del gran escritor, lo dijo hace pocos días: “los liberales deben ser los primeros en condenar la reelección indefinida que acaba de aprobarse en El Salvador”. Es cierto, no por simpatizar con una tarea extraordinaria debemos justificar la reelección indefinida.
Eso se termina llamando, históricamente, dictadura. Pero bueno, a veces eso no le importa a la sociedad, hasta el que dictador la lleva dócilmente hasta el abismo.
*Rubén Pérez Anguiano, colimense de 57 años, fue secretario de Cultura, Desarrollo Social y General de Gobierno en cuatro administraciones estatales. Ganó certámenes nacionales de oratoria, artículo de fondo y ensayo. Fue Mención Honorífica del Premio Nacional de la Juventud en 1987. Tiene publicaciones antológicas de literatura policíaca y letras colimenses, así como un libro de aforismos.