Cuando la voz sustituye al pensamiento

Frases de oro

Por Jorge Arturo Orozco Sanmiguel

Vivimos en un tiempo donde el espacio individual se ha vuelto casi imposible. Rara vez alguien se detiene a pensar por sí mismo: esperamos siempre que otras y otros nos digan qué pensar, qué sentir, incluso qué indignaciones adoptar. Basta con observar la vida cotidiana. En un trabajo, un solo comentario malintencionado puede envenenar el ambiente entero; lo sabe cualquiera que haya padecido a los llamados “trabajadores destructivos”.

En una amistad de años de cercanía, pueden romperse de un día para otro, solo porque alguien decidió manipular con su discurso, fenómeno que denominamos como “argüendes”. La palabra es tan poderosa que a veces olvidamos que no solo construye realidades: también las derrumba.

He repetido en más de una ocasión: “Una persona puede ganar una guerra contra diez mil militares, usando solo su palabra”. Y lo sostengo. En la historia, no siempre fueron las armas las que vencieron, sino los discursos que las empuñaron antes. Somos una sociedad que se alimenta de palabras: algunas alimentan, otras envenenan, la mayoría solo adormece. Pero lo cierto es que, en ese océano de voces, lo más difícil es encontrar la orilla del pensamiento propio.

La política no escapa a esa lógica. Al contrario: la confirma. Las campañas electorales, aunque la gente las critique, son necesarias. No porque eleven el nivel de la democracia, sino porque, sin ellas, la mayoría no sabe a quién seguir ni qué postura adoptar. Así ocurrió con la elección del poder judicial: al “regular” las campañas, lo que reinó no fue la reflexión, sino la apatía. La gente no buscó información por sí misma; prefirió no votar. Porque en ausencia de un discurso que guíe, la sociedad rara vez se atreve a pensar sola.

La izquierda y la derecha mexicanas son, en ese sentido, dos caras del mismo espejo roto. La izquierda, antes crítica pero nunca gobernante, llegó al poder y no ha dejado de actuar como oposición: cuestiona, denuncia, critica, pero repite los viejos vicios de los partidos gobernantes, porque realmente no saben gobernar. La derecha, acostumbrada a mentir y destruir, se ostenta ahora como oposición, pero nunca aprendió a construir nada. Ambas fuerzas muestran el mismo vacío: se limitan a usar el discurso como un arma, no como una vía de sentido.

Ese mismo vacío lo vimos reflejado en un episodio reciente: una joven estudiante se alzó como voz rebelde. Su postura tenía energía revolucionaria, pero su error fue carecer de información sólida. Armó argumentos firmes en tono, pero frágiles en contenido. Y como los partidos opositores han hecho de la mentira su estrategia, la joven terminó atrapada en esa red de falsedades. El resultado fue cruel: se convirtió en burla nacional.

Sin embargo, ella no es la culpable. Ésta encarna un problema mayor: la fragilidad de una sociedad que confunde pasión con razón, firmeza con verdad. Lo verdaderamente trágico es que casos como este se repetirán. Habrá más jóvenes rebeldes manipulados, más discursos encendidos pero vacíos, más escarnio público contra quienes se atrevieron a hablar sin bases sólidas. Y detrás de cada caso no está la culpa individual, sino la incapacidad colectiva para sostener un pensamiento propio. En este caso, es evidente que en realidad, esta joven no es el problema; es víctima del problema.

Yo continuamente me cuestiono cada noche sobre mi día, y anteriormente me preguntaba: ¿qué es la verdad? La pregunta no es nueva: filósofos de todas las épocas han desgastado su pluma intentando responder. Pero quizá la trampa no está en la respuesta, sino en la pregunta misma. La verdad puede definirse de mil maneras: como correspondencia con los hechos, como coherencia lógica, como consenso social, como revelación íntima. Todas esas definiciones son ciertas y falsas a la vez.

Hoy me inquieta otra cosa: ¿qué es la realidad? ¿Qué es lo que aceptamos como cierto solo porque muchos lo repiten? ¿Qué es lo que negamos solo porque incomoda al poder? Tal vez la verdad, como el agua en las manos, no se deja atrapar. Y entonces la pregunta esencial no es cuál es la respuesta, sino cuál será la siguiente pregunta.

Porque el verdadero pensamiento individual (ese que tanto nos falta) no se encuentra en repetir lo que escuchamos, ni en dejarnos arrastrar por la propaganda, ni en aplaudir consignas que no entendemos.. El espacio individual surge en el momento en que uno se atreve a preguntar. Y ahí está nuestra tarea: no en conformarnos con respuestas fáciles, sino en cultivar preguntas difíciles.

La política, los discursos, las campañas, las polémicas pasajeras, todo eso se desgasta con el tiempo. Lo que permanece es la pregunta que dejamos sembrada. Quizá ahí radica la única verdad posible: no en la certeza, sino en la inquietud.

Por eso, frente al ruido colectivo, yo me quedo con esta duda: ¿cuál será mi próxima pregunta? Y me atrevo a dejársela a usted, lectora o lector: ¿cuál será la tuya?