Crónica de una hora pico para llegar a Manzanillo

Una poca de gracia
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR

El tráfico fluye, la fila hoy no es tan larga. Tal vez me falte una hora para llegar a mi destino, al que debí arribar hace una hora. Seré optimista: elegiré mi música favorita y encenderé un cigarro más.
Sólo espero que en este tiempo no pasen dos cosas: la menos grave, que me den ganas de ir al baño y deba meterme, papel en mano, a la orilla de un manglar (le temo más a los mosquitos que a un cocodrilo); o lo peor, que el camionero que va detrás de mí en la fila olvide que tiene un coche delante. Quien haya viajado a Manzanillo en hora pico me sabrá entender.

Viajar en carretera de Colima a Manzanillo, o de Manzanillo a Colima, es para mí una especie de prueba de resistencia. Cada vez que tomo la autopista sé que me esperan kilómetros interminables de tráileres que avanzan como si fueran dueños absolutos del camino.

Uno se imagina que el viaje podría resolverse en una hora, pero la realidad es otra: dos, tres o más, dependiendo del humor del tráfico y de la suerte de no toparme con algún accidente. Porque aquí la carretera nunca se vacía, y atrás quedó aquel tiempo en que logré hacer un viaje de una ciudad a otra en 45 minutos, desde La Corona hasta el semáforo del Barrio 4.

He perdido la cuenta de las veces que me he quedado atrapado detrás de una fila de camiones que parecen no terminar. De día, el sol recuerda la impaciencia; de noche, las luces traseras de los tráileres se vuelven la única guía, porque resulta difícil mirar hacia adelante con tantos y tantos reflectores, más cuando los faros son de xenón, tan resplandecientes como si llamaran, coche tras coche, a seguir el camino al cielo.

Soy conductor paciente, trato de mantener la calma. Antes lo disfrutaba, pero siempre llega un momento en el que pienso que conducir en esa autopista es más un acto de sobrevivencia que de traslado, porque realmente no hay espacio para un suspiro. Menos en las curvas de La Salada, donde los tráileres aparecen de un carril a otro como si no trajeran carga, o las camionetas toman curvas a más de 120.

Lo frustrante es saber que esto no es nuevo. El problema estaba anunciado desde hace años, desde que el puerto comenzó a crecer como el gigante comercial que hoy es. Sin embargo, se actuó tarde y hoy también se está haciendo tarde. Tengo crónicas desde el año 2007 en las que narramos accidentes y tragedias. Lo que se hará ahora debió hacerse en 2010, cuando las operaciones eran la mitad de lo que hoy mueve el puerto.

Quiero creer que estas obras que se están realizando serán un alivio. Tengo fe en que el tránsito sea más llevadero y los accidentes disminuyan. Pero no puedo evitar sentir que se quedan cortas para la magnitud del puerto. Lo cierto es que la carretera que se está ampliando debería ser, como mínimo, del doble de lo que se proyecta.

Si pudiera elegir, por la experiencia de traslados en esta carretera y la suma de kilómetros recorridos, pediría al genio de la lámpara por lo menos cinco o seis carriles por cada sentido, tres de ellos exclusivos para transporte de carga, con las siguientes especificaciones: un carril para los transportistas prudentes, otro para los menos prudentes y uno para los suicidas. Los otros tres, para el tránsito ligero de quienes vamos a visitar a la familia, a trabajar o a turistear.

La rutina del agobio vehicular y el estruendo de los tráileres es tan absurda que ya se volvió parte de nuestra identidad como manzanillenses. Y en medio de esta realidad llegó la frase que muchos no sabemos si tomar en serio o en broma: la presidenta Claudia Sheinbaum dijo que le habían informado que el tráfico en la carretera se presenta “sólo en la hora pico, a las dos de la tarde”. Ha pasado poco más de un mes de esa declaración y sigo sonriendo cada vez que la recuerdo.

La crisis no perderá vigencia, porque si algo sabemos en Manzanillo es que aquí la hora pico no tiene reloj: empieza a las cero horas y termina a las veinticuatro. En la aduana, y en cada curva de la autopista, la hora pico es eterna y peligrosa.

Y, aun así, cada vez que tomo el volante me aferro a la esperanza. Porque el puerto, con todo lo que representa para la economía del país, merece un acceso digno. Porque quienes vivimos aquí también merecemos caminos seguros. Me repito que tal vez la ampliación, aunque tardía e insuficiente, será un respiro… aunque más bien tiene forma de suspiro, nada más, porque cuando uno se ahoga un aliento es vida.

Al final, lo mío no es sólo un traslado de Colima a Manzanillo: lo veo como un recordatorio de lo mucho que hemos normalizado los retrasos en las decisiones públicas y de lo poco que exigimos soluciones a la altura de los problemas.

Viajar por esta carretera me deja con la sensación amarga de que siempre reaccionamos tarde. Pero también con la pequeña fe de que algún día la autopista se parezca más al puerto que sirve: grande, eficiente y a la medida de lo que realmente necesitamos.