ARCA
Por: Juan Carlos RECINOS
Toda obra de arte funda su destino en la calidad de su ejecución, y ninguna fuerza externa puede alterar ese mandato. Frente a mi escritorio, donde escribo cada mañana, se encuentra un óleo sobre lienzo de Alma Araiza: El Gallo Cibernético. Más que un óleo, es un territorio de tensiones, un espacio donde lo ancestral, lo digital y lo absurdo se encuentran para confrontar nuestra percepción del mundo contemporáneo.
El óleo se presenta como un paisaje vibrante de rojos y amarillos que no son decorativos, sino energéticos, como un magma que respira y pulsa. En este espacio flotan dos gallos, suspendidos entre lo real y lo imaginario. Uno de ellos, de plumaje rojo, amarillo, blanco y azul marino, irradia fuerza, desafío y energía vital; el otro, blanco y amarillo con plumas negras, parece testigo silencioso, guardián de la memoria ancestral. La computadora portátil, con la frase irreverente: “BUSCO POLLA CON UN BUEN TRASERO”, irrumpe en esta escena mítica, transformando la banalidad en un detonador conceptual que confronta la solemnidad de lo ritual con la trivialidad de lo contemporáneo.
La obra articula el color como experiencia sensorial, conceptual y emocional. Los rojos vibran con intensidad; los amarillos iluminan y sacuden; los azules profundizan; el blanco aporta claridad; el negro define y dramatiza. La manipulación cromática de Araiza remite a la tradición de Kandinsky, quien veía en el color un instrumento de emoción y energía; a Josef Albers, que estudió cómo el contraste y la interacción modifican la percepción; a Matisse, en la pureza saturada que provoca movimiento; y a Rothko, en la capacidad de los campos de color para envolver al espectador y suscitar una experiencia contemplativa.
Aquí, el color no describe: pulsa, provoca y obliga a habitar el espacio. Lo que distingue a El Gallo Cibernético no es solo la estética sino la tensión conceptual que crea. Los gallos representan lo instintivo, lo ritual y lo ancestral. La computadora encarna la mediación digital, la banalidad y la modernidad, un objeto que no pulsa, no canta, que se mantiene frío y artificial.
La frase proyectada provoca risa, pero su aparente trivialidad es un espejo de nuestra época: la búsqueda de deseo y significado reducida a palabras fragmentadas en la pantalla, el humor como residuo de lo humano frente a la máquina.
Araiza nos recuerda que lo grotesco y lo sublime coexisten, que lo banal puede ser vehículo de reflexión y que la tecnología es un escenario donde se proyectan nuestros deseos, frustraciones y absurdos cotidianos. En la obra se establece un diálogo entre tiempo y espacio. La tradición no desaparece; se transforma. Los gallos, símbolos de fuerza vital, memoria colectiva y orgullo campesino, flotan sobre un fondo que arde perpetuamente.
La computadora es intrusa, pero también espejo: en ella se refleja nuestra modernidad, nuestra dependencia de la mediación tecnológica, nuestra exposición constante al lenguaje trivial que circula en pantallas y redes. Esta yuxtaposición convierte a la obra en un territorio híbrido donde lo instintivo y lo mediado, lo ritual y lo cotidiano, lo sublime y lo absurdo, dialogan sin resolución final.
Araiza utiliza el humor como estrategia conceptual. La frase irreverente funciona como trampa para la mirada: primero provoca risa, luego reflexión. Esa dualidad evidencia la capacidad del arte contemporáneo para habitar la contradicción, para combinar lo serio con lo risible y para convertir lo trivial en detonante estético. Nos obliga a comprender que la solemnidad del arte no reside en la pompa o en el objeto mismo, sino en la intensidad de la experiencia que genera, en la manera en que transforma la percepción y la conciencia del espectador.
La obra también plantea una crítica implícita a la noción de autenticidad y a la jerarquía de valores en el arte contemporáneo. La coexistencia de lo ritual con lo digital y de lo sublime con lo grotesco interroga las nociones de originalidad y autoridad estética. Araiza sugiere que la creatividad auténtica no pide permiso; que lo absurdo puede contener profundidad; que el humor y la provocación son formas de pensamiento. En El Gallo Cibernético, lo tradicional no se opone a lo moderno: dialoga, se tensiona y se reconfigura.
El espectador se convierte en participante activo de la obra. La mirada no solo observa, sino que habita. Cada pluma, cada gesto, cada vibración cromática exige una respuesta: emocional, reflexiva y conceptual.
La obra plantea un desafío: nos obliga a sostener simultáneamente lo ancestral y lo contemporáneo, a aceptar que la belleza y lo grotesco, lo instintivo y lo digital, lo sublime y lo absurdo, pueden coexistir sin resolución. La libertad estética, aquí, reside en la audacia de unir opuestos y permitir que la tensión misma sea generadora de sentido.
El paisaje de El Gallo Cibernético no es un escenario: es un espacio de respiración vital. Los rojos y amarillos arden como un volcán, como un sol perpetuo que obliga a la mirada a moverse, a buscar significado más allá de la superficie. Los gallos, suspendidos entre la acción y la contemplación, representan la memoria viva, el instinto y la tradición ritual.
La computadora, fría y luminosa, representa la mediación digital, la búsqueda constante y fragmentaria del deseo en un mundo hiperconectado. La frase en la pantalla, aparentemente vulgar, funciona como detonador conceptual: revela la manera en que el lenguaje contemporáneo se ve reducido, fragmentado y convertido en objeto de deseo y humor.
La obra también plantea un cuestionamiento sobre la temporalidad y el espacio en la contemporaneidad: ¿qué significa habitar un mundo donde lo ancestral se enfrenta a lo digital? ¿Dónde reside la autenticidad cuando los símbolos se vuelven fragmentos y las tradiciones se mezclan con lo mediado? El Gallo Cibernético sugiere que la respuesta no está en resolver la tensión, sino en sostenerla, en permitir que el espectador viva esa experiencia de coexistencia conflictiva, vibrante y generadora de sentido.
Finalmente, la fuerza de El Gallo Cibernético reside en su capacidad de transformar lo cotidiano en trascendente. Los gallos y la computadora no son enemigos; son espejos. Nos obligan a mirar nuestra propia relación con la tecnología, con la tradición y con el humor. Araiza demuestra que el arte contemporáneo no busca apaciguar, sino incomodar; no busca adornar, sino abrir grietas, cuestionar y provocar.
Cada línea, cada color, cada palabra proyectada recuerda que lo verdadero en la creación artística no es la forma, sino la intensidad de la experiencia: habitar, sentir y pensar. El Gallo Cibernético es, en suma, un acto de valentía estética: una obra que enfrenta al espectador con la paradoja de lo humano y lo digital, lo ritual y lo banal, lo sublime y lo absurdo. Nos recuerda que la mirada contemporánea debe ser activa, capaz de sostener contradicciones y de reconocer que la libertad estética consiste en explorar los límites del sentido, la emoción y la imaginación.