Agresiones y temores

El pez sin el agua
Por: Rubén PÉREZ ANGUIANO*

Desde hace cierto tiempo percibo un incremento de la intolerancia entre los colimenses. Es como si nos hubiéramos transformado en algo poco menos que unos energúmenos, con un nivel de agresividad que es más propio de las grandes ciudades. El menor titubeo por las calles provoca airados toques de claxon y hasta miradas intimidantes, en la convivencia con los otros se atisban temperamentos exaltados y hasta en el viejo chat de vecinos de mi colonia aprecio gestos parecidos.

Hace unos días tomé un curso de algo y una compañera respondió casi furiosa a un comentario innecesario, pero inocuo, de otro compañero. Fue como si el comentario fuera el detonante de un odio acumulado. Cuando se calmaron las cosas, más por prudencia del otro que de ella, le pregunté la razón de su acaloramiento. Me dijo que hay comentarios que no pueden permitirse porque son la base de la agresión que se vive en estos días. Le expliqué que yo lo veía de otra forma, que su reacción encajaba mejor en esa agresión que ella misma quería erradicar de los otros sin mirarse a sí misma. Reflexionó un momento y me dio la razón, por suerte. En realidad, pudo reaccionar con el mismo enojo conmigo y hubiera sido muy difícil apartarla de una posición así.

Hace un par de días alguien comentó en el chat de vecinos que en el jardín de nuestro rumbo se instalaron algunos puestos de venta de productos, lo cual preocupaba por el riesgo de que llegaran más hasta que se transformara en un espacio de compra y venta sin ton ni son. Algunos vecinos reaccionaron con una agresividad fuera de sí. Uno dijo que esos comentarios eran “muestra de indiferencia y egolatría”, pues “en nada afecta que alguien se ponga a vender productos en el jardín”. Otro comentó algo similar. Por fortuna, nadie siguió el juego a esos comentarios, sobre todo porque se adivinaba una intención de conflicto. Cuando la furia, la descalificación o la ofensa salen al paso el diálogo es imposible.

Yo me quedé pensando la razón de tales emociones oscuras, casi a flor de piel. Los colimenses no somos así, por lo menos no éramos así en mis recuerdos de infancia y juventud. Éramos, creo, más tolerantes, menos susceptibles, más respetuosos de la opinión ajena. Nunca hemos sido “agachones” o “dejados”, pero creo que sabíamos escuchar al otro y dar opiniones sin intentar subestimar o humillar al de enfrente.

Quizás la inseguridad pública que afecta a nuestra entidad desde hace años y que se agrava día con día está lastimando nuestra disposición a comprender a los demás. Si es así, la agresividad es una expresión de algo más profundo: el temor y la impotencia. Temor hacia lo que pueda pasarnos en nuestras calles. Impotencia frente a sucesos que escapan de nuestro control.

No sería raro. La agresividad es en realidad un escudo que revela nuestros miedos profundos.

Espero que tal distorsión del ser colimense no resulte permanente.

Mientras tanto tengamos paciencia, no sólo al otro, sino a nosotros mismos.

Por mi parte, intentaré cada día sonreír más cuando mire a los que me miran, pues a veces pequeños pasos logran grandes transformaciones.

 

*Rubén Pérez Anguiano, colimense de 57 años, fue secretario de Cultura, Desarrollo Social y General de Gobierno en cuatro administraciones estatales. Ganó certámenes nacionales de oratoria, artículo de fondo y ensayo. Fue Mención Honorífica del Premio Nacional de la Juventud en 1987. Tiene publicaciones antológicas de literatura policíaca y letras colimenses, así como un libro de aforismos.