UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR
Quizá uno de los grandes aprendizajes que hemos ido perdiendo con el paso del tiempo es el de saber desear. No el deseo inmediato, impulsivo y voraz, sino ese que se construye con espera, con esfuerzo, con pequeñas renuncias que, al final, dotan de sentido y valor a lo que se alcanza.
Hoy vivimos en una época donde casi todo está al alcance de un clic, donde la velocidad parece ser sinónimo de felicidad sin detenernos demasiado a pensar en el precio real de obtenerlo todo, ni en las personas que hay detrás de cada objeto, servicio o satisfacción. En estos tiempos estamos dispuestos a gastar en prendas caras, aparatos costosos, en lujos para presumir y pocas veces nos pasa por la mente ayudar a alguien más que lo necesite.
Nos hemos acostumbrado a tener sin preguntarnos si necesitamos, a querer sin detenernos a valorar, a poseer sin reflexionar. Y esta lógica, inevitablemente, se ha trasladado a la crianza. Las fechas decembrinas, particularmente la Navidad, nos colocan frente a un espejo incómodo: ¿qué estamos enseñando a niñas y niños sobre el valor del regalo, del esfuerzo, del deseo?
Nuestros abuelos crecieron con muy poco, a veces con casi nada. Para muchos de ellos, un par de huaraches, un pantalón que debía durar años y pasar de hijo en hijo, un catre o un petate, eran parte del inventario cotidiano de la vida. La alimentación era modesta, sencilla, y el concepto de “lujo” pertenecía a una élite distante que aparecía en el cine o en la televisión, moldeando aspiraciones que no siempre coincidían con la realidad de las comunidades rurales y urbanas de los años setenta. En Navidad, una pelota, un trompo o un tren de madera bastaban para encender la alegría.
Después vinieron nuestros padres. Infancias marcadas por el trabajo duro, por carencias, pero también por una profunda dignidad. En mi caso, recuerdo con orgullo la historia de mi madre, quien desde muy pequeña salió a trabajar para construir un futuro distinto. No uno lleno de lujos, sino uno sostenido por el amor, por límites claros y por una enseñanza fundamental: si deseábamos algo, debíamos poner de nuestra parte para merecerlo.
Con mi madre, no había espacio para berrinches ni reclamos; tampoco para regalos que no formaban parte del modesto catálogo del Niño Dios que, en algunas ocasiones, cedía la responsabilidad a los Reyes Magos. Así aprendí que no todo lo deseado era necesario, y que disfrutar unos tenis que debían durar todo el año o una bicicleta heredada también era una forma de felicidad.
Hoy, en cambio, parecemos vivir una competencia silenciosa en los pasillos de las escuelas de los hijos y, más, en las redes sociales. El miedo a que los niños “se sientan menos” ha derivado en una obligación de satisfacer de inmediato cualquier deseo, como si tener y poseer fuera un derecho automático por el simple hecho de existir. Nuestras generaciones aprendimos a no sentirnos menos si no recibíamos el Atari o Nintendo que recibía algún otro amigo con quien terminaríamos jugando en su casa, mientras que él vendría con nosotros a jugar futbol con el balón de regalo que recibimos después de la Nochebuena.
El tema es profundo: crianza, culpas, miedos, influencia, poder. Pero el resultado es evidente: gastamos cada vez más en cosas que no necesitamos, persiguiendo una satisfacción efímera y así estamos viendo el mundo de las emociones fugaces, de los deseos y caprichos cumplidos.
Si preguntamos qué significa la Navidad para muchas niñas y niños, probablemente la respuesta esté ligada al regalo que recibirán. Y quizá, como nos pasó a muchos, no se dan cuenta, ni nosotros tampoco, de que el verdadero regalo siempre fue otro: la familia reunida, la mesa compartida, las historias contadas, el reencuentro. Para quienes somos católicos, además, la celebración del nacimiento de Dios.
Los tiempos han cambiado, es cierto, pero quizá sea momento de recuperar la idea de que los deseos, para ser valiosos, deben costarnos un poco más. Tal vez ahí, en la espera y el esfuerzo, podamos reencontrarnos con el verdadero sentido de la Navidad, esa, cuyo origen tuvo en un humilde pesebre y un Dios que que nació arropado por su familia y que cada 24 y 25 de diciembre une al mundo en un sentido de paz.



















