FRASES DE ORO Por: Jorge Arturo Orozco Sanmiguel

En la política mexicana contemporánea, el término “causas” se ha convertido en una especie de piedra angular del discurso. No es nuevo, pero adquirió un peso simbólico particular: se invoca para legitimar decisiones, justificar programas o, incluso, para recordar que el poder aún pertenece al pueblo, (al menos en apariencia). Desde el púlpito del poder, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, y su partido que la sigló, han insistido en la necesidad de “atender las causas”, como si en esa frase condensa la llave moral de la transformación nacional.

Sin embargo, todo lenguaje político tiene su reverso. Desde un análisis crítico, basándose en teorías de Foucault, cuando una palabra se repite demasiado, corre el riesgo de vaciarse de sentido o, peor aún, de volverse un eco distante de aquello que pretendía nombrar. “Atender las causas” suena bien, pero ¿qué ocurre cuando estas, ya sean sociales, ambientales, comunitarias, etc, se desbordan del discurso y toman cuerpo en las calles?

Esta palabra remite, en su raíz, a la idea de origen y motivo. En el terreno político, alude a las razones que dan sentido a una lucha o a una acción colectiva. Quien gobierna promete atenderlas; quien se siente olvidado las encarna. El discurso oficial busca apropiarse del lenguaje de la justicia, pero las palabras no son neutras: tienen historia, peso y dirección.

El llamado presidencial puede leerse como un intento de mantener viva la legitimidad moral de su proyecto. No obstante, en un país donde los símbolos son poderosos, las palabras deben sustentarse en hechos. Y ahí emerge la grieta: el Estado puede pronunciar las causas, pero el pueblo las padece, las defiende o las hace visibles.

El riesgo del discurso político es confundir el nombrar con el atender. En términos lingüísticos, se trata de un desplazamiento semántico: la palabra sustituye al acto, el anuncio suplanta la atención, y el lenguaje se convierte en un espacio de consuelo más que de transformación. Mientras el poder habla de causas, el país responde con su propio lenguaje: la manifestación.

En el puerto de Manzanillo, las y los habitantes han alzado la voz contra la ampliación que amenaza con alterar ecosistemas y modos de vida.

En Armería, la clausura de un pozo de agua desató el reclamo de comunidades que ven en ello una forma de despojo. Y frente a la Comisión Federal de Electricidad, integrantes del movimiento Antorchista protestan por la desigualdad en el suministro y las tarifas.

Cada una de estas expresiones sociales revela algo más profundo que una simple inconformidad: son actos de lenguaje, frases públicas que reclaman ser escuchadas. La calle se vuelve el escenario donde el pueblo conjuga sus propios verbos: resistir, exigir, defender; frente al “silencio institucional”. Si el Estado no responde, la gente inventa su propio idioma de resistencia.

En este sentido, las manifestaciones no solo son episodios de protesta, sino gestos lingüísticos de una ciudadanía que se niega a ser un sujeto pasivo. Las pancartas, las consignas, los bloqueos: todos son signos en una gramática del descontento que busca reescribir la relación entre el poder y la sociedad. Y es ahí donde el discurso político, al verse reflejado en la calle, enfrenta su límite.

Atinadamente el profesor Alberto Anaya, dirigente del Partido del Trabajo, en el Seminario Internacional los Partidos y una Nueva Sociedad, habló sobre la necesidad de un nuevo pacto entre el Estado y la ciudadanía. No uno simbólico o retórico, sino un acuerdo real que permita que el gobierno recoja las causas desde abajo para sostenerse desde arriba. En sus palabras resuena una advertencia: cuando el Estado deja de escuchar, se tambalea.

La historia de México ha sido testigo de ese movimiento pendular. Antes, las inconformidades encontraban su cauce en la vía armada; hoy, las urnas representan la nueva arena de disputa. Pero las causas, esas que se invocan desde el poder, siguen siendo las mismas: la desigualdad, el abandono, la corrupción, la indiferencia. La diferencia es el medio, no el fondo.

El pacto social no se decreta: se renueva cada vez que el Estado mira hacia abajo y reconoce que su legitimidad depende de las voces que lo sostienen. En ese sentido, la política no debería limitarse a administrar demandas, sino a traducirlas. Y esto implica comprender, reconocer los matices, las urgencias, y sobre todo los silencios.

Quizá el verdadero desafío del poder sea recuperar el sentido de las palabras que pronuncia. No basta con hablar de causas; hay que habitarlas. No basta con llamarlas por su nombre; hay que escucharlas en su tono, su contexto, y sobre todo, su historia.

El discurso sin oyentes se convierte en monólogo, y esta es la antesala de la desconexión política. Las manifestaciones, lejos de ser rupturas del orden, son recordatorios de que el pacto entre pueblo y Estado sigue siendo una conversación pendiente.

En un país donde la palabra “causa” resuena en el discurso oficial, las calles parecen responder con un eco lúcido: que estas no se atienden desde el micrófono, sino desde la raíz. Y esa raíz está, como siempre, abajo.