Memorias del COVID (Tercera y última parte)
Por: Salvador SILVA PADILLA
Nélida Yensuni López Aldape -periodista que ejerce su oficio en Tecomán-, en el libro Miradas Cardinales crónicas y otras narrativas colimenses en torno a la pandemia por COVID 19, nos narra en su texto «Una oportunidad más para vivir» la manera como su mamá y ella lograron sobrevivir al COVID cuando tuvieron que ser internadas -en diciembre de 2020- en el hospital del Sector Salud de Manzanillo.
Una semana antes de Navidad, su familia contrajo el virus: sus papás, su esposo y ella. Conforme se agravaba el cuadro clínico, tuvieron que trasladar a su mamá de urgencia a Manzanillo y, pocos días después, a ella.
Al llegar al hospital, su primer pensamiento fue para su mamá: “Señorita, mi mamá está internada aquí, ¿puedo saber cómo está?”. A los pocos minutos apareció un camillero ‘solícito y puntual como un taxi ejecutivo’ y la llevaron con ella: «se podría pensar que lloramos, platicamos o hablamos de nuestros dolores, pero no; solo nos vimos con la misma mirada profunda, con los ojos hundidos y revisamos nuestros brazos amoratados. Charlamos de nuestros hombres, de cómo estarían cuidando a los niños, de los quehaceres de la casa, de lo que dejamos inconcluso. Ninguna se animó a hablar del peligro que estábamos enfrentando. Mientras yo le decía: “¡Échale ganas, ma!”, ella replicaba: “Sí, tú también, princesa”.
Pocos días después reacomodaron el covidario y, si bien Yensuni afirma que fue por azar, yo quiero pensar que fue por solidaridad de los enfermeros quienes se percataron de la importancia de que madre e hija convalecieran juntas y se pudieran comunicar. Estoy seguro que junto con los cuidados que recibieron en el hospital por parte del personal de salud, el estar juntas y darse ánimos jugó un papel preponderante en la recuperación de ambas.
Yensuni describe cómo se vive dentro del pabellón dedicado a los pacientes del covid: “Dentro del hospital, la muerte paseaba entre las camas. De pronto todos los aparatos vibraban, avisando que había alguien con necesidad de jalar aire a bocanadas. Día y noche era permanente ese sonido».
A la señora Yolanda (a quien los enfermeros le pusieron Doña Mary), como buena mamá mexicana estaba más preocupada por la salud y el bienestar de su hija que por ella misma. Así, pedía a los enfermeros que a su hija le pusieran una cobija encima más (Nota del articulista: dejaran de ser de Tecomán). Así lo describe Yensuni: «Sí, ella haciendo de madre en medio de su propio dolor… , me decía ‘Come algo, princesa, tómate la avenita, no sabe a nada, pero por lo menos está caliente: (otra nota del articulista argumento incontrovertible que sólo lo puede esgrimir una mamá cuando se refiere a la comida ajena), dijo mamá detrás de la mascarilla, mientras yo trataba de contarle cosas que la hicieran reír, en un ambiente donde los demás pacientes tenían su propia lucha.”
Yensuni, como buena esposa colimota, externó su preocupación por «no saber quién cuidaría a mi marido, pues era evidente que también estaba enfermo. ¿Y si me pasaba algo?. Me agobiaba saber que Agustín quedaría solo cuando mis otros dos hombres se fueran de casa. Mamá solo atinó a decir que, por mis tres hombres, me acabara la avena». (*) «Entre respiros cortados, eché mano de la fe, lo único que en ese momento tenía. Pensé: ‘Me alegro de lo que hice bien y ni hablar de lo que no. Pero he tenido una vida muy “chingona”, y fue con esos pensamientos que caí dormida’.
Días después la dan de alta: “Salí en medio de aplausos que me arrebataron lágrimas. La felicidad de poder salir del “covidario” se desborda. Pero en mi mente estaba la preocupación por mi madre, por don Ricardo, y los otros pacientes que seguían luchando contra el coronavirus. Entonces, te sientes poco merecedora de la oportunidad. Otros no vieron esa luz que ahora me cegaba, ni volvieron a sentir la brisa, ni la sonrisa de sus seres amados.”
II
Miradas Cardinales. Crónicas y otras narrativas colimenses en torno a la pandemia por COVID 19, coordinada brillantemente por Ada Aurora Sánchez Peña, Raymundo Padilla Lozoya, y Ma del Carmen Zamora Chávez, es una obra que nos confronta no solo por su incuestionable calidad, cuidada selección de temas y de -excepto uno- autores. Es un libro que nos cimbra porque al momento de leerlo, inmediatamente lo contrastamos con lo que nos sucedió (sí, a cada uno de nosotros y a nuestros seres queridos) porque todos fuimos, de una u otra manera: testigos, víctimas y protagonistas frente al covid 19.
Tuve la fortuna de asistir a dos presentaciones del libro y la respuesta de los asistentes fue conmovedora: muchos querían participar, todos tenían una historia qué contar. Cada uno tenía su propia y muy personal versión de los hechos: recuerdo a una enfermera en Coquimatlán quien nos narró que todos los días, antes de iniciar las extenuantes y aterradoras jornadas de trabajo, el personal de salud (médicos, enfermeras, etc.,) se tomaban de las manos y empezaban a rezar, por ellos y por las personas a quienes atendían. Porque eso, junto a su esmero profesional y sus cuidados, eran las únicas armas con las que contaban ante el invisible y mortal enemigo.
A cinco años del covid, muchas personas consideran que fue una pesadilla (y como a todo mal sueño, lo mejor es olvidarlo). Yo considero exactamente lo contrario, estamos en una batalla contra el tiempo. Ojalá que antes de que el olvido impere, se debe de impulsar que instituciones auspicien el que la gente cuente su propia historia. -Para eso están las redes sociales, por ejemplo-, porque como Ángel Gaona nos recuerda a Keret “Contar historias es una forma de expandir tu mundo”. Y Avelino Gómez nos muestra: ‘la pandemia de la COVID 19 nos enseñó que la vida debe vivirse y contarse de otra forma’.
(*) No es por presumir, pero estoy seguro que fui el principal promotor de la recuperación de Sandy cuando nos dio Covid. El día que me dieron de alta y pude salir del hospital, a Sandy le dijeron que lo más probable es que ella se quedara una semana más. Pues bien, al tercer día, gracias a mí, ella ya estaba en casa, La incentivó, sin duda alguna, la preocupación, -muy fundada por cierto- del pinche tiradero que encontraría cuando regresara a la casa.