APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
Vivimos tiempos en los que la felicidad parece un acto de rebeldía. El último acto de rebeldía diría yo.
En un mundo donde el escándalo es tendencia, el odio se convierte en algoritmo y el enojo se ha vuelto muy rentable, ser feliz se ha convertido en una especie de delito moral. Hay gente que no soporta ver a alguien en paz, porque su desgracia necesita compañía.
Una persona feliz no hace daño. Tal vez por eso incomoda tanto. La felicidad ajena evidencia la miseria propia, y en este país —donde el resentimiento se disfraza de justicia y la envidia de opinión— eso es imperdonable. Ser feliz es casi un gesto subversivo, una forma de resistencia contra la mediocridad colectiva.
El problema es que nos enseñaron que ser felices dependía de tener algo: dinero, poder, pareja, reconocimiento. Pero la felicidad real —esa que no necesita aplausos ni filtros— nace cuando uno entiende que no todo se puede controlar, y aun así elige no odiar. No hay sabiduría más grande que la de aquel que aprende a no reaccionar como el resto del mundo.
Una persona feliz no tiene tiempo para meterse en las miserias humanas. No necesita inventar enemigos ni justificar su fracaso culpando al sistema, al gobierno o al vecino. Ha entendido que la vida no es justa, pero tampoco cruel; simplemente es. Y ahí, en esa aceptación, florece una serenidad que asusta a los que viven del conflicto.
Ser feliz es un acto político. En una sociedad que prospera vendiendo miedo, ansiedad y comparación, alguien que sonríe sin motivo es una amenaza para el negocio. Por eso los felices suelen caminar en silencio: no predican, no sermonean, no discuten. Simplemente viven.
La felicidad auténtica no grita, no presume. Se nota. Es la calma con la que uno enfrenta el caos, la elegancia de no responder a la provocación, la madurez de no caer en el juego de los infelices que quieren ver arder el mundo para calentarse las manos.
Una persona feliz no hace daño. Y quizás por eso, en este tiempo de egos heridos y pantallas llenas de odio y paradójicamente vacías, ser feliz sea el acto más revolucionario que nos queda.