UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR
Hay películas que nos hacen viajar fuera de nosotros mismos, y otras, más escasas, que logran regresarnos a casa. Un mexicano en la luna pertenece a esta última categoría, ya que es una obra que, sin pretensiones utópicas, conmueve, reconecta y nos recuerda de dónde venimos, aunque desafortunadamente, lamento decirlo, parece que sólo a muy pocas personas eso les importa ya que, siendo honestos, y lo entiendo, nos enseñaron a estar más identificados con Hollywood, que con Comala.
Iniciada por Francis Levy Lavalle, quien falleció antes de comenzar el rodaje, dirigida por José Luis Yáñez López y Techus Guerrero, esta película fue filmada entre los mágicos paisajes de Comala y la zona norte de Colima siendo, ante todo, un tributo entrañable a nuestra tierra, a nuestra gente y a nuestras historias.
Desde lo técnico, destaca por su fotografía cálida y envolvente, que captura los verdes intensos de las huertas, los rojos de las tejas, el blanco de las casas y ese cielo azul que parece tan cercano que uno casi puede tocarlo. Me pregunto en cuántas tomas salió la escena de la persecución de una avioneta, un carro y la bicicleta que, por obvias razones, se hizo bien tenerla como portada del filme. La banda sonora, suave y melancólica, acompaña los silencios con respeto, y las actuaciones, sinceras y sin artificio, dan vida a personajes que se sienten auténticos, reconocibles, cercanos.
Pero más allá de su factura, Un mexicano en la luna cumple tres propósitos esenciales que la vuelven una película necesaria en estos tiempos, donde la llegada a la luna sólo parece una anécdota y no un gran logro de la humanidad.
Primero, es un claro homenaje a Comala y a Colima, a sus paisajes, su lenguaje, sus productos y su comida típica. En cada toma, en cada diálogo, late un amor profundo por esta tierra pequeña, pero abundante en alma. Quienes somos colimenses no podemos evitar sonreír al reconocer las calles, las comunidades, nuestras frases y ese modo particular de vivir con calma y con gusto.
La película es una ventana abierta a Colima, un espejo que nos describe con ternura y precisión, pero además pone en la mesa: nuestros sopitos, el pozole, las enchiladas, la sal de grano, el limón, acompañadas de la tuba, una fresca bebida de A de Coco, y una cerveza Colimita con “bien mucho” hielo. También nos lleva a revivir el buen vestir de la época, las compras en La Marina Mercante y algunos escenarios en vídeo que sólo existían en relatos.
Segundo, la cinta nos invita a reconstruir una identidad que parece desdibujarse con el paso del tiempo. Conforme crecen las ciudades y cambian las costumbres, también se va perdiendo el Colima de los abuelos, el que se sentaba a conversar bajo los almendros, el que hacía comunidad sin necesidad de avisos previos. Esta película rescata ese espíritu y lo transforma en memoria viva, en reconocimiento a quienes levantaron el Colima que hoy tenemos y que, tristemente, ya no volverá; no está de más, aceptar, que no hay mitote que no vaya acompañado de tuba y birote.
Tercero, como periodista, no puedo dejar de sentir una conexión especial con el protagonista. El personaje nos recuerda las peripecias de un oficio noble y aventurero, cuando ejercer el periodismo significaba salir a buscar historias, investigarlas y contarlas con pasión, con el compromiso de encontrar la verdad. Hoy, cuando las noticias se fabrican a velocidad digital, esta historia es una pausa necesaria, un claro recordatorio de que narrar también es un acto de amor y de servicio, que debemos valorar y, nosotros, como profesionales, no debemos olvidar.
Sin embargo, con todo esto que celebro de la película, me duele reconocer que a pocos días de su estreno, Un mexicano en la luna no ha recibido el respaldo que merece. Falta ese entusiasmo local que tantas veces predicamos y pocas veces practicamos. Nos cuesta comprar un boleto, nos cuesta recomendar, nos cuesta sentir orgullo por lo nuestro. Y eso, más que decepcionarme, me preocupa, porque tal vez la película le interese algunas cuantas personas adultas, ¿pero a los jóvenes?, no veo cómo insertarles esta emoción. Si no apoyamos una obra de esta calidad, una verdadera joya del cine colimense, ¿qué mensaje damos a quienes sueñan con contar nuevas historias?
Creo firmemente que esta película debería proyectarse en todas las escuelas del estado, ya que tenga la posibilidad lo haré en el asilo, sin lugar a duda. Pienso que debe mostrarse en la televisora local, cada fin de semana en horario estelar y tener un espacio fijo en las salas de cine. ¡Hagamos ruido!, ¡armemos mitote!, ahora sí echemos arguende… lo que sea necesario para que todos sepan que tenemos una película que nos representa y que está hecha con talento, sensibilidad y orgullo colimense.
Un mexicano en la luna no es solo una película: es un legado cultural que debemos cuidar, difundir y presumir. Porque cada vez que alguien la vea, estará mirando también una parte de nosotros que nunca volverá.