Resistir la tentación de los discursos fáciles que polarizan

APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI

En la historia política de Occidente, los momentos de mayor tensión no siempre se producen por guerras, crisis económicas o pandemias. Muchas veces, la fractura social surge de las ideas que se instalan en el poder con la promesa de redimir a todos, pero terminan dividiendo más de lo que unen.

Hoy, esa fractura se manifiesta en el avance de los llamados movimientos progresistas, de izquierda y el mundo “woke”.

La disyuntiva es evidente: bajo el discurso de la inclusión y la justicia social, se esconde una práctica excluyente que convierte a quienes no piensan igual en enemigos irreconciliables.

El escritor mexicano, Premio Nobel, Octavio Paz, lo advirtió en El laberinto de la soledad: “El fanatismo y la intolerancia son hijos legítimos del dogmatismo; son su consecuencia práctica y necesaria”. Así, los movimientos que dicen luchar contra la opresión reproducen el mismo patrón que condenan, pero ahora desde el poder.

El fenómeno no es nuevo. En América Latina hemos sido testigos de cómo ideologías que se autoproclaman defensoras del pueblo terminan apropiándose de instituciones, recursos y símbolos que no construyeron.

También lo advirtió el escritor peruano y también Premio Nobel, Mario Vargas Llosa, al señalar que la tentación autoritaria de la izquierda suele justificarse en nombre de un bien superior: la igualdad. Pero la igualdad que se impone por decreto, sin mérito ni responsabilidad, se convierte en caricatura de sí misma.

La cultura woke, nacida en Estados Unidos y exportada al resto del mundo, ha perfeccionado esa fórmula: apropiarse del lenguaje, modificar la historia y erigirse como tribunal moral de la sociedad. Si un escritor, periodista o ciudadano común se atreve a disentir, no se le debate: se le cancela. Como si la democracia consistiera en borrar al adversario y no en convivir con la diferencia.

El problema no es solo ideológico; es profundamente social. Una generación entera está creciendo bajo la idea de que todo se les debe, de que heredar la lucha de otros es suficiente para reclamar privilegios.

Pero, como escribió Carlos Fuentes en La región más transparente, “la cultura es trabajo y disciplina, no capricho ni ocurrencia”. Cuando la apropiación sustituye al esfuerzo, lo que se destruye no es solo el valor del mérito, sino la confianza en la posibilidad de un futuro compartido.

La sociedad occidental enfrenta así un reto mayúsculo: resistir la tentación de los discursos fáciles que polarizan, enfrentar el populismo moral que todo lo reduce a opresores y oprimidos, y a la vez se disfrazan de oprimidos pero terminan actuando como opresores.

Hay que entender que la democracia no consiste en ceder el poder al más ruidoso, sino en garantizar que incluso las voces incómodas sean libres de ser condenadas por el estado mismo y puedan ser escuchadas.

Por ello, la defensa de la libertad de expresión no es un lujo ni una bandera ideológica, es el único antídoto frente a los nuevos autoritarismos disfrazados de progresismo. Sin esa libertad, cualquier diferencia será perseguida y cualquier pensamiento distinto será silenciado.

En palabras de Octavio Paz, “la libertad es la posibilidad de ser distintos, de ser otros”. Y quizá ese sea hoy el mayor acto de resistencia frente a quienes pretenden uniformarnos bajo el espejismo de la corrección política.