Cuando las defensas se vuelven enemigas: la paradoja de la leucemia

Ciencia y salud
Por: Dr. Miguel Ángel OLIVAS AGUIRRE

Preservar la salud del organismo es elemental, para ello la naturaleza nos dotó de un sistema de defensa extraordinario: el sistema inmune.

El cual está conformado por una diversidad de células capaces de identificar y contener amenazas como bacterias, virus, parásitos e incluso partículas extrañas al organismo, como los alérgenos. Todo esto suena lógico: si algo viene de afuera, nuestro cuerpo lo reconoce y responde. Pero, ¿qué pasa con el cáncer? Después de todo, son células propias. ¿El organismo también tiene mecanismos para detectarlo y combatirlo?

La respuesta es sí. Entre nuestros “soldados” destacan dos tipos: los linfocitos T (CD8+) y las células NK (del inglés Natural Killer, asesinas naturales o CD56+). No te intimiden las siglas ni los números; se utilizan porque a simple vista estas células se parecen mucho, y fue necesario identificarlas con base en proteínas específicas que las distinguen. Es como cuando a las personas, que en general lucimos parecidos, nos nombran por un rasgo particular: “el güero”, “la morena”, “el chimuelo”…

Dentro de las armas de estos soldados, tanto las CD8+ como las NK tienen en su interior pequeños paquetes llamados gránulos citotóxicos. En ellos se guardan enzimas como la perforina y la granzima, que funcionan como un par de proyectiles: la primera perfora la membrana de la célula cancerosa y la segunda entra para provocar su muerte. De esta manera (que no es la única), nuestro sistema inmune cuenta con mecanismos naturales anticáncer.

Entonces surge la pregunta: si existe una maquinaria tan efectiva, ¿por qué algunos cánceres logran crecer, propagarse y sólo pueden tratarse con medicamentos? Un ejemplo fascinante lo encontramos en la leucemia, un cáncer que se origina justo en las células del sistema inmune. En este caso, los linfocitos dejan de cumplir su función protectora y, en cambio, empiezan a reproducirse sin control. Imagina tener en casa a alguien que no trabaja ni ayuda, pero sí consume toda la comida y, además, se multiplica sin parar. Al poco tiempo la casa está repleta y quienes antes cumplían con su labor de protección se ven desplazados. Esa es la dinámica de la leucemia.

La situación se complica porque estas células malignas invaden los lugares donde se produce nuestro sistema inmune —la médula ósea, por ejemplo— y devastan el entorno. Y el problema empeora, pues ahí también se producen otros componentes de la sangre. Por eso los pacientes con leucemia suelen presentar infecciones recurrentes, anemia, moretones y fatiga: el organismo deja de producir las células necesarias para defenderse y funcionar.

En respuesta, la ciencia ha desarrollado una rama terapéutica llamada inmunoterapia, que busca expandir, fortalecer y dirigir a nuestros linfocitos anticancerígenos para que recuperen su capacidad de defensa. Es un campo prometedor y complejo que merece explicarse con calma en otra ocasión.

Por ahora basta con señalar que uno de los principales obstáculos que enfrentamos en el cáncer es la inmunosupresión: múltiples tipos de cáncer consiguen “silenciar” o “desactivar” a las células que deberían destruirlo. En próximas columnas compartiré cómo las células tumorales desarrollan distintas estrategias para evadir no solo nuestras defensas, sino también a los fármacos quimioterapéuticos. Entender esto es crucial: el cáncer no es un enemigo simple o pasivo, sino una entidad viva que aprende, se adapta y busca sobrevivir. Y es justo ahí donde radica el enorme reto de combatirlo.