Cuando llueve en Colima
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR
He aprendido a disfrutar los días de lluvia cuando estoy en el trabajo o en casa en algún momento apacible, pero cuando me toca salir a la calle, reconozco, vivo episodios de paranoia o estrés postraumático al imaginar que una rama de una parota cae sobre mi coche, terminar navegando o, peor aún, naufragando en alguna avenida de la ciudad para ser tragado por una coladera o río… en un escenario menos dramático ser partícipe de un choque múltiple en tercer anillo periférico.
Hace un par de noches, desde la madrugada, las nubes bostezaron con mal humor y Colima despertó con olor a humedad y tierra mojada; personalmente, además, tengo la costumbre de atraer el aroma imaginario de pan recién horneado, muy oportuno en estos veraniegos días lluviosos.
La ciudad resignada sacó su mejor impermeable mental, porque en Colima cuando llueve ya no se suspenden clases como fuera una práctica innovadora para atraer simpatías de los gobernantes del pasado aunque, no está demás reconocer que nuestras lluvias no son cualquier lluvia, sino aguaceros con vocación de río.
Esa mañana amaneció lloviendo y con un cielo tan gris que atarantó a los gallos, puso pausa al despertador… gris, gris como debería estar la conciencia de los que construyen casas en cauces de ríos secos.
La lluvia en Colima es peculiar, suele empezar con las primeras gotas tímidas, como quien toca la puerta antes de entrar pero, una vez anunciando la llegada, no tardan en convertirse en una sinfonía de tamborazos contra techos de lámina, parabrisas y almas desprevenidas.
Ustedes lo saben, en minutos, las calles se transforman en arroyos improvisados y los baches en trampas mortales para cualquier motorepartidor valiente, que, pese al caos en los días de tormenta están dispuestos a cumplir con las entregas sólo que sin la condición de límite de tiempo.
Pero en medio del caos hay poesía: los árboles se sacuden alegres, las aves se refugian en coros el campo y los jardines respiran con alivio, agradeciendo cada gota. La lluvia también limpia, borra por un momento la prisa, los pendientes y el polvo del día.
Sin embargo, entre memes y críticas al sistema público, está la realidad: vivimos en una zona vulnerable. Y aunque la risa nos salva del miedo, no debe nublar la razón, que la responsabilidad de reducir el riesgo es de todas y todos.
El cambio climático no es cuento, y estas lluvias, cada vez más intensas, son su carta de presentación. Los cerros en las carreteras se desgajan, las alcantarillas colapsan, los arroyos no avisan y nuestras casas siguen sin estar preparadas.
Colima debe aprender a leer el cielo.
La prevención ya no es una opción, es una necesidad. ¿Dónde están los planes de evacuación? ¿Cuántos sabemos a qué refugio acudir si el agua sube? ¿Quién limpia las coladeras antes de que lo haga el diluvio?, ¿somos responsables al reducir la velocidad al conducir?.
Las tardes terminan con un atardeceres de cuento, donde el sol se cuela entre nubes como disculpándose por los desmanes. Pero el suelo sigue mojado, la ropa húmeda en los tenderedos, las goteras saliendo de los muros no impermeabilizados y el pronóstico anuncia más agua.
Lloverá otra vez. La pregunta no es si lloverá, sino si estaremos listos. Porque la lluvia no es enemiga, el enemigo es nuestra costumbre de no prepararnos. Y mientras no cambiemos eso, seguiremos escribiendo crónicas empapadas, entre lo poético y lo trágico, de un Colima que se moja… y no aprende.