3 de mayo y el periodismo en México y América en tiempos de asedio

APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI

En México, ejercer el periodismo es una apuesta diaria contra la violencia, la impunidad y la precariedad.

Hoy se conmemora el Día Mundial de la Libertad de Prensa y año tras año, nuestro país figura entre los más peligrosos del mundo para la prensa.

No es un lugar común: son más de 150 periodistas asesinados desde el año 2000, al menos 28 desaparecidos, y solo en lo que va de 2025, ya se cuentan tres periodistas más asesinados. La cifra no se detiene, la impunidad tampoco.

México ocupa actualmente el lugar 124 de 180 países en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa elaborada por Reporteros Sin Fronteras. Esa posición no solo retrata una estadística, sino una realidad cotidiana: la de un periodismo que se ejerce con miedo, sin garantías, sin blindaje institucional.

La intimidación proviene de todos los frentes. Del crimen organizado, que impone zonas de silencio a sangre y fuego. De autoridades locales coludidas con intereses oscuros. Y también del poder político, que aunque cambie de rostro o de colores, rara vez deja de ver al periodismo como una amenaza que hay que desactivar.

Claudia Sheinbaum llegó al poder con la promesa de reducir la violencia contra los periodistas y garantizar condiciones dignas para el ejercicio informativo. Un discurso menos estridente que el de su antecesor, sí, pero aún sin políticas estructurales que cambien de fondo la situación.

El panorama mediático sigue acotado de una mil formas por el poder en turno. Los periodistas independientes, en muchas ocasiones, solo encuentran refugio en las redes sociales, donde la precariedad y la desprotección son moneda corriente.

México padece, además, una de las mayores concentraciones mediáticas del continente. Las grandes corporaciones –Televisa, TV Azteca, y otros cuantos – marcan la agenda, distribuyen los espacios y moldean la opinión pública desde una lógica comercial más que informativa. En este contexto, abrir un medio nuevo, alternativo, es un acto de resistencia. Sostenerlo, un milagro que se tiene que concretar todos los días.

Pero el asedio a la prensa no es exclusivo de nuestro país. En casi toda América Latina, el periodismo enfrenta retrocesos peligrosos. En Nicaragua, el régimen de Ortega ha barrido con los medios críticos y empujado al exilio a cientos de periodistas.

En El Salvador, Nayib Bukele consolida su hegemonía a punta de propaganda y ataques a la prensa independiente. En Argentina, Javier Milei ha emprendido una cruzada contra los medios públicos y estigmatiza a los reporteros desde el poder. Perú, Venezuela, Haití… la lista se alarga y duele.

Y mientras en algunos países la represión es directa y brutal, en otros se sofoca el periodismo por asfixia económica. Las redacciones se vacían, los ingresos se esfuman, y las plataformas digitales concentran el dinero sin redistribuir el valor.

La precarización se ha convertido en una forma silenciosa pero eficaz de censura. A falta de recursos, muchos medios optan por reproducir comunicados oficiales o evitar temas incómodos. La autocensura ya no es una traición al oficio: es, muchas veces, la única forma de sobrevivir.

En este clima, la función democrática del periodismo –la de informar con veracidad, de fiscalizar al poder, de narrar lo que otros prefieren ocultar– está en riesgo. Y cuando el periodismo se apaga, la desinformación ocupa su lugar. Las narrativas falsas, la propaganda y los discursos de odio florecen en el vacío, debilitando aún más a nuestras democracias.

No es nuevo ni oculto para la sociedad, que en México y América, cuando le periodismo cuestiona a los actuales regímenes, la reacción del poder es inmediata, muchas veces ya no es necesaria una acción directa de éste, de manera instantánea se activa todo un sistema, primero de defensa a ultranza de sectores y ciudadanos fieles, para después atacar directamente al periodista de manera personal hasta intentar destruir no solo su trabajo sino su nombre.

No hay libertad de prensa sin condiciones materiales y de seguridad para ejercerla. No hay periodismo libre si decir la verdad cuesta la vida, la libertad o el sustento. Y no hay democracia posible cuando el silencio se impone por miedo.

La región entera enfrenta un dilema histórico: o protege a sus periodistas o se resigna a convertirse en un territorio sin voces, sin crítica y, por ende, sin ciudadanía plena.