Mar rojo
Por: Alondra LÓPEZ 
 “Y se a corrompió la tierra delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia” 
GÉNESIS 6:11–7:1

En una columna previa, escribía sobre el gran esfuerzo estructural, institucional  y organizacional que las sociedades humanas deben desplegar para lograr establecer la paz.  “La paz es una cosa que hay que hacer, que hay que fabricar, poniendo a tal faena todas las potencias humanas”, nos insiste Ortega y Gasset en su clásico La rebelión de las masas.

De la misma manera, mencionaba la ausencia de dichos esfuerzos en nuestro país, y las devastadoras consecuencias que han traído consigo años y años de “Dejar hacer y dejar pasar” (como nos diría Denise Dresser en el País de uno).

Ahora bien,  el estudio de la historia nos permite observar que hay una relación estrecha entre la riqueza y la violencia.  Es común que allí donde exista riqueza, se desaten disputas violentas por poseerla, de ahí que, a mayor concentración de riqueza, mayor fuerza deberán ostentar las cadenas y artificios humanos para que prevalezca el orden. Los denominados Países del Primer Mundo, por ejemplo, aunado a su riqueza, han fortalecido sus Estados de Derecho, sus organizaciones de inteligencia y seguridad, sus sistemas educativos, etc.

Es común escuchar, en las charlas de sobremesa, que los mexicanos deberíamos tener mejores condiciones de vida porque nuestro país posee riquezas.  En cierto sentido dicho argumento es atinado, entendiendo que nuestra nación tiene potencial para generar un mayor desarrollo económico y aparejado a él una serie de inversiones para impulsar acciones en pro del establecimiento de la paz.

El gran problema de nuestro país yace en el otro lado de la moneda. Si bien existe la riqueza, si bien hay potencial para generar un mayor desarrollo económico, se olvida que la explotación de la riqueza debe acompañarse del desarrollo de todo un andamiaje de leyes, organizaciones, estructuras, moralidad, costumbres,  que eviten que estalle la violencia en aras de poseerla.

Desde luego, ello no quiere decir que sea preferible la pobreza, o que en la pobreza no exista violencia, sino que se trata de entender las distintas formas en que la riqueza puede llegar a incentivar la violencia y la manera en que esta última puede llegar a atrofiar los procesos que generan desarrollo económico.

Hoy en nuestro país es fácil observar el fenómeno del que hablamos. Michoacán, por ejemplo,  se vio azotado por las oleadas de secuestros y homicidios alrededor de la industria del “oro verde”; y, recientemente,  el secuestro de activistas comunitarios desató un bloqueo de la industria minera que afecta a buena parte de los municipios costeros. Además, en cada estado, pequeños y grandes empresarios son víctimas de amenazas y extorsiones.

La violencia en nuestro país está atrofiando severamente nuestra economía, afectando directamente la calidad de vida de las familias. Ante el caos que nos rodea,  han surgido protestas, bloqueos, reclamos  y toda clase de convulsiones sociales con el propósito de exigir al gobierno que ponga orden. Sin duda las exigencias son legítimas. Sin embargo, la cosa no es de ahorita, se trata de un mal viejo, enraizado, que nadie parece saber a ciencia cierta cómo combatir.

Cuenta la biblia que, cuando Dios vio llenarse a la tierra de violencia a causa nuestra, decidió limpiarla con el diluvio: “Y prevalecieron las aguas sobre la tierra ciento cincuenta días”.  Todo para darnos un nuevo comienzo. Para iniciar de cero.

Desde luego que los gobiernos actuales no cuentan con un botón de reinicio. Cuando plantean cómo combatir la inseguridad lo tienen que hacer desde las bases y estructuras ya preexistentes, lo cual sin duda es un reto mayúsculo.

Más allá de la voluntad, se trata de afinar estructuras y organizaciones corrompidas o disfuncionales, lo cual sobrepasa por mucho la capacidad de maniobra del gobernante promedio. Ya nos decía Moisés Naím que solemos creer que nuestros gobernantes tienen un poder mucho mayor sobre el flujo de los acontecimientos que el que realmente poseen.

De tal suerte que, mientras continuamos buscando soluciones, la paz se hace cada vez más escasa.  Y, si como en las narraciones bíblicas, el mar invadiera hoy nuestra tierra, ese mar sería rojo.